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ENTREVISTA

Del genocidio en Ruanda a Pepino: La inspiradora vida del párroco Venuste Minani

Venuste Minani Nsabumukunzi
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Venuste Minani Nsabumukunzi

Ha sido vicario parroquial en Puente del Arzobispo y párroco en Azután, Navalmoralejo, Alcolea y El Bercial

Por D.M.M.
domingo 16 de marzo de 2025, 09:00h

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El sacerdote Venuste Minani Nsabumukunzi, originario de Liba (Ruanda) y nacido en 1964, es el actual párroco de la iglesia de la Inmaculada Concepción en Pepino (Toledo), en la comarca de Talavera de la Reina. Este año, el párroco celebra 25 años de labor en la Archidiócesis Primada de Toledo

Con este motivo, Jorge López Teulón ha entrevistado a Venuste para indagar sobre su historia personal, la cual abarca su experiencia durante el genocidio de la población tutsi llevado a cabo por el gobierno hutu dominante en Ruanda entre el 7 de abril y el 4 de julio de 1994. Durante este periodo, aproximadamente el 70 % de los tutsis fue asesinado, resultando en cerca de un millón de muertes.

En la entrevista, Venuste Minani narra cómo fue su infancia, cómo se inició su vocación al sacerdocio, su llegada a España, el genocidio de Ruanda, las dificultades y cómo es su día a día como párroco en Pepino. A continuación reproducimos la entrevista realizada por Teulón en 'Religión en Libertad'.

¿Cómo fue su infancia y cuándo y cómo se inició su vocación al sacerdocio?
Me llamo Venuste Minani y, desde que obtuve la nacionalidad española, mi segundo apellido es Nsabumukunzi. Tengo 60 años y nací en una familia numerosa, siendo el octavo de once hermanos. Algunos de ellos fallecieron antes de que pudiera conocerlos. En la actualidad, somos cinco hermanos.

Desde mi infancia, la fe fue una forma de vida en mi hogar, inculcada por mis padres a través del amor a Dios, el espíritu de servicio y la oración. Recuerdo con cariño las misas dominicales, la catequesis y mis experiencias como monaguillo antes y después de recibir la primera comunión. En aquel entonces, no imaginaba que Dios me llamaría de manera especial.

Mi infancia transcurrió entre juegos con otros niños, especialmente el fútbol, que marcó mis años de educación primaria. También desde pequeño sentí una gran pasión por la música: me encantaba cantar y tocar los tambores en las bodas de amigos y familiares. Incluso llegué a componer algunas piezas que interpretábamos mientras otros bailaban.

Inicié mis estudios de educación primaria en 1971 y los finalicé en 1977. Al concluir esta etapa, a los 13 años, ingresé en el Seminario Menor Diocesano Virgo Fidelis, dando así el primer paso en mi camino vocacional. Mi vocación germinó poco a poco, influenciada por sacerdotes, momentos de oración en la Legión de María y mi experiencia como sacristán y maestro de capilla en el seminario. No fue un llamado espectacular, sino un suave susurro que, con el tiempo, se hizo cada vez más claro.

Al concluir mi formación en el Seminario Menor, ingresé al Seminario Propedéutico antes de continuar en el Seminario Mayor San Carlos Borromeo de Nyakibanda, donde cursé dos años de Filosofía y cuatro de Teología.

La formación espiritual, humana y académica recibida en ambos seminarios fue fundamental en mi preparación para el sacerdocio. Con el tiempo, la oración, el apostolado, la dirección espiritual, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales confirmaron mi certeza de que Dios me llamaba a servirle con toda mi vida.

En junio de 1993, a los 28 años, concluí mis estudios y el 1 de agosto de ese mismo año fui ordenado sacerdote.

Nueve meses después de ser ordenado sacerdote en su país estalló el genocidio de Ruanda. ¿Cómo vivió todo aquello?
Viví en primera persona las devastadoras consecuencias de la guerra civil que asoló mi país entre el 1 de octubre de 1990 y el 6 de abril de 1994. Ese día fatídico (6 de abril 1994), la muerte del jefe de Estado -en un derribo de su avión- marcó el inicio de uno de los episodios más trágicos de nuestra historia: el genocidio contra los tutsis.

Durante tres meses, permanecí confinado en el seminario menor de Butare, donde ejercía como profesor, junto a sacerdotes, seminaristas y obreros apostólicos que se refugiaron allí por ser tutsis. Fue un tiempo de horror, miedo e inseguridad, sin ley ni orden, donde cualquiera podía disponer de tu vida.

En más de una ocasión, estuvimos al borde de la muerte. Solo Dios permaneció a nuestro lado. Fue una época de locura, marcada por constantes noticias desgarradoras: la muerte de familiares, amigos y, especialmente, de sacerdotes tutsis en la zona controlada por las fuerzas gubernamentales y de hutus en la zona controlada por la otra parte implicada en la guerra. En junio, supimos que el día 5, habían sido asesinados tres obispos hutus, junto con una decena de sacerdotes y laicos.

Lo más angustiante fue la incertidumbre sobre nuestras familias y amigos, sin medios para comunicarnos. En aquellos tiempos, los teléfonos móviles no existían, y ni siquiera había líneas fijas en la mayoría de los pueblos. Solo la administración y personas de alto nivel tenían acceso a teléfonos fijos. Finalmente, el 3 de julio de 1994, bajo el asedio de las bombas, hui junto a miles de desplazados, entre ellos mi obispo y los sacerdotes supervivientes. Nuestra travesía como refugiados me llevó a Bukavu, en la República Democrática del Congo, el 18 de julio.

Mi familia permaneció en sus casas, y la última vez que pude visitarla fue el 22 de mayo de 1994, en la festividad de San Venuste, que celebraba con mi familia. En Ruanda no se celebraba el cumpleaños sino el día del santo.

Mi padre había fallecido en 1992 de muerte natural cuando yo era diácono, y mi madre murió el 11 de marzo de 2014 a los 86 años de edad. Cabe señalar que pertenecemos al grupo hutu, pero una de mis hermanas estaba casada con un tutsi. El genocidio llegó a mi provincia a finales de mayo de 1994. En julio 1994, solo mi madre y mi hermana pequeña quedaron en Ruanda. El resto huyeron a Burundi desde donde fueron repatriados forzosamente en 1995.

¿Ha podido regresar a Ruanda?
Por todo lo que viví en Ruanda (la devastación del país, el miedo constante a la muerte, la inseguridad, la pérdida de familiares durante y después del genocidio, las dificultades en la búsqueda de justicia tras la guerra, así como la violencia que dejó profundas heridas), me resultaba difícil encajar en el nuevo Ruanda de la posguerra. Además, la ausencia de sacerdotes de mi edad o mayores, sumada a la pérdida de amigos, acentuaban aún más mi sensación de desarraigo.

En el Congo, aunque residía en el seminario, trabajaba en un campo de refugiados, donde fui testigo directo del sufrimiento de quienes habían huido. En noviembre de 1996, tras el desmantelamiento de los campos y la persecución sistemática de los refugiados, tuve que esconderme en los bosques junto a otros compatriotas. Vi morir a muchos de ellos y experimenté el horror de la supervivencia extrema: la muerte acechando a diario, la inseguridad permanente, las enfermedades, el hambre, la desnudez, el desamparo.

A menudo vivíamos al aire libre o refugiándonos en precarias cabañas construidas con ramas de árboles. Bebíamos agua de lluvia y nos alimentábamos con lo poco que encontrábamos, incluso con aquello que parecía imposible de consumir.

Esa experiencia marcó mi vida para siempre, agravada por el abandono de la comunidad internacional. Por todo ello, tomé la decisión personal de no regresar a Ruanda por el momento, a pesar de las numerosas invitaciones para visitar el país y reencontrarme con mi familia. Nada me impide regresar a mi país, aunque sea para una visita, ya que la situación ha mejorado considerablemente. Tengo la esperanza de poder realizar ese viaje.

Nunca he logrado entender cómo un ser humano puede arrebatarle la vida a otro o hacerle la existencia insoportable. Cuando llegué a España, pensé que quizás regresaría a mi país en unos tres años, pero la situación nunca mejoraba. El caos y la tensión que reinaban en Ruanda de aquellos años hicieron que mi regreso fuera imposible, y diversos acontecimientos agravaron aún más el panorama. Además, en aquel tiempo, el Gobierno y la jerarquía católica atravesaban un profundo desencuentro.

Nos preguntamos, si han podido venir a visitarle...
Hasta el día de hoy, sigo en contacto con mi familia por teléfono, con la esperanza de que algún día podamos reencontrarnos. Lamentablemente, aún no han podido viajar para verme. Anhelo el momento en que puedan visitarme y, ojalá, algún día pueda traer a alguno de ellos para estar juntos de nuevo.

Antes de venir a trabajar a España, ¿tuvo algún destino en algún otro lugar?
Recién ordenado, durante el curso 1993-1994, fui profesor de latín en el Seminario menor Virgo Fidelis de mi diócesis. Sin embargo, ese año académico se vio interrumpido tras dos trimestres debido al inicio del genocidio.

Desde septiembre de 1994 hasta noviembre de 1996, mientras me encontraba en condición de refugiado, impartí las asignaturas de iniciación práctica a los Sacramentos y latín en el Seminario Propedéutico de Mugeri, en la Archidiócesis de Bukavu, República Democrática del Congo. Durante este período, también realicé tareas pastorales en un campo de refugiados ruandeses.

Posteriormente, de diciembre de 1997 a junio de 1998, fui profesor de latín en el Propedéutico de la diócesis de Butembo-Beni en Kivu Norte (República Democrática del Congo).

Desde septiembre de 1998 hasta el 24 de enero del 2000, estuve a cargo de la pastoral de los inmigrantes de los Grandes Lagos de África (Ruanda, Burundi y Congo) en Nairobi (Kenia), con la autorización del entonces arzobispo de la ciudad, Raphael Simon Ndingi.

Antes de su destino actual ¿en qué pueblos y parroquias de la archidiócesis ha desarrollado estos fructíferos 25 años de sacerdote?
Antes de asumir mi labor como párroco de Pepino desde hace once años, fui vicario parroquial en Puente del Arzobispo. Luego, ejercí como párroco en Azután y Navalmoralejo, y más tarde en Alcolea y El Bercial, donde serví durante diez años.

¿Se ha sentido discriminado por su color de piel en los ambientes en los que le ha tocado moverse?
No, nunca me he sentido discriminado por mi color de piel en los lugares donde he vivido y servido. Al contrario, desde el primer momento experimenté una acogida cálida y sincera, una hospitalidad que desborda generosidad y afecto. En los pueblos donde he ejercido mi ministerio sacerdotal, en Toledo y Madrid durante mis años de estudio, en Talavera de la Reina y en tantas comarcas que he frecuentado, siempre me han recibido con los brazos abiertos.

Si alguien lo duda, que pregunte a los vecinos de Puente del Arzobispo, Azután, Navalmoralejo, Alcolea, Bercial o Pepino. Ellos son testigos de esa cercanía y cariño con los que me han rodeado desde el primer día. Los quiero muchísimo y les estoy profundamente agradecido.

Nunca olvidaré el gesto de don Luis Lucendo, el primer sacerdote toledano que conocí. Sin dudarlo, me acompañó a la policía para regularizar mi situación en España. Desde entonces, se convirtió en un hermano y un amigo. Aquel acto no fue solo un trámite burocrático, sino un símbolo profundo de lo que esta tierra me ha brindado siempre: acogida, fraternidad y un hogar donde jamás me he sentido un extraño.

Además de atender la parroquia de Pepino y sus urbanizaciones, ¿qué más hace don Venuste?
Compagino mi labor como párroco de Pepino y sus urbanizaciones desde 2013 con diversas actividades pastorales y académicas. Desde que asumí esta responsabilidad, también soy capellán de la Residencia Geriátrica El Encinar, ubicada en la urbanización El Cornicabral.

Desde enero de 2017, brindo asesoría jurídica a quienes solicitan la nulidad matrimonial en el Tribunal Eclesiástico de Toledo. Me apasiona este servicio.

En el ámbito académico, imparto clases en el Instituto de Ciencias Religiosas Santa María de Toledo, sede de Talavera, desde 2020. Sin embargo, en la actualidad necesitamos alumnos. Más recientemente, en octubre de 2024, comencé a ejercer como profesor de Religión en el colegio Fernando de Rojas de Talavera de la Reina.

Además, he sido nombrado por un trienio arcipreste del arciprestazgo de Real de San Vicente por nuestro arzobispo, don Francisco Cerro. Finalmente, dedico tiempo al estudio, pues desde 2023 curso el doctorado en Teología en la Universidad de San Dámaso de Madrid, lo que considero parte de mi formación permanente más allá de la obtención de un título académico.

¿Con qué obispos ha ejercido su sacerdocio?
Si hoy estoy aquí, es gracias a quienes confiaron en mí y me acogieron con amor paternal, sin importar mis orígenes. A lo largo de mi camino, han sido muchos los obispos que, con generosidad, me abrieron las puertas de sus diócesis y de su corazón. En África, recuerdo con gratitud a los obispos de Bukavu, Butembo-Beni, Goma, Kabale, Jinja y Nairobi, sin olvidar a Jean Baptiste Gahamanyi, quien me impuso las manos y me dio el don del sacerdocio. Expreso mi más profundo agradecimiento a Giovanni Tonucci, nuncio apostólico en Nairobi en 1999, por haberme encomendado a la archidiócesis de Toledo.

A Rukamba Philippe, ya emérito de Butare desde el año pasado, quien tuvo la generosidad de visitarme en dos ocasiones: la primera en Alcolea de Tajo, en 2003, y la segunda en Pepino, en 2014. En cada encuentro, me ha demostrado un corazón de padre, brindándome su cercanía y apoyo. A todos ellos, mi más profundo agradecimiento, pues sin su ayuda, hoy no estaría aquí.

En España, mi gratitud se dirige a don Francisco Álvarez, que en paz descanse, quien, en el año 2000, me acogió en Toledo cuando más lo necesitaba y me envió a Puente del Arzobispo. Al cardenal Antonio Cañizares, a don Braulio Rodríguez Plaza, quien en 2013 me hizo plenamente parte de esta archidiócesis, y a don Francisco Cerro, que siempre me ha manifestado cercanía y confianza.

Ellos no solo han sido pastores, sino auténticos padres para mí. A la diócesis de Toledo y a cada uno de los obispos mencionados, mi más sincero agradecimiento. Gracias de todo corazón por hacerme sentir útil en mi ministerio sacerdotal. Después de 25 años de entrega, solo puedo expresar una profunda gratitud por servir a esta Iglesia, a la que seguiré dedicando mi vida con todo mi ser mientras Dios me lo conceda.

¿Le ha resultado difícil adaptarte a España?
Mi adaptación a España ha sido un proceso lleno de desafíos y aprendizajes. Adaptarse a la vida en España no fue un camino fácil. Hubo varios aspectos que me resultaron especialmente difíciles, y quiero compartir algunos de ellos.

El clima fue uno de los primeros desafíos. Recuerdo que durante mi primer invierno llegué a pensar que no lo superaría por el frío. En contraste, el verano me parecía insoportable. Sin embargo, con el tiempo descubrí que el calor también tiene su lado positivo: permite disfrutar más del aire libre, practicar deporte y aprovechar las vacaciones.

Me sorprendió mucho descubrir que la gente se acostaba muy tarde. Al llegar, yo solía irme a la cama alrededor de las 21:00 horas, y eso causaba risa entre los demás. No entendía cómo los niños podían estar despiertos hasta la medianoche sin irse a dormir. Con el tiempo, me fui adaptando y también empecé a acostarme más tarde. Mientras tanto, aprovechaba esas horas para aprender el idioma en la plaza de Puente del Arzobispo, conversando con la gente mayor.

Otro aspecto que me costó fue la comida. Me preocupaba mucho no encontrar los productos típicos de África. Además, me sorprendió la forma en que se come en España: varias veces al día y con una gran vida social en bares y terrazas. En África, la gente pasa más tiempo en casa, mientras que aquí la vida se desarrolla en la calle.

Pero sin duda, el mayor cambio fue el modo de vida sacerdotal. En África, los sacerdotes viven en comunidad dentro de la misma parroquia. Rezan juntos, comen juntos y trabajan en equipo. En España, en cambio, el sacerdote suele vivir solo, se encarga de todo y pasa muchas horas en soledad. Al principio, esto fue muy duro, pero con el tiempo me acostumbré.

El idioma también fue un gran reto. Al llegar, apenas hablaba español y, cuando intentaba expresarme, muchos no entendían lo que decía. Incluso al leer las homilías, me costaba transmitir bien el mensaje. Afortunadamente, tuve excelentes profesores que me ayudaron. Mi verdadero progreso llegó cuando comencé mis estudios de máster/ licenciatura. Pasar horas escuchando, leyendo y escribiendo en español fue una formación intensiva que me permitió mejorar. Estoy profundamente agradecido a mis profesores del Instituto Superior de Estudios Teológicos San Ildefonso de Toledo, quienes fueron fundamentales en este proceso.

Mirando atrás, veo que cada dificultad fue una oportunidad de aprendizaje. España me ha desafiado, pero también me ha enriquecido en muchos aspectos.

¿Cómo es su día a día en Pepino y en los otros pueblos donde ha vivido?
Ser sacerdote no es solo rezar y celebrar misa… ¡también implica saber cocinar, limpiar y hasta hacer la compra! Mi jornada comienza con la oración, tanto por la mañana como por la tarde, y el centro del día es, por supuesto, la celebración de la misa. Debo también ocuparme de diversos asuntos parroquiales, como atender el despacho, gestionar las llamadas telefónicas y llevar la comunión a los mayores y enfermos. Pero fuera de eso, mi vida tiene sus particularidades.

Desde que llegué a Azután en 2002, además de ser párroco, me ha tocado ser "amo de casa". Me ocupo de la cocina, la limpieza y todo lo necesario para mantener mi hogar en orden. Mi madre, preocupada por mi vida, solía preguntarme si sabía cocinar. En Ruanda, las parroquias cuentan con cocineros, jardineros y demás personal… aquí, en cambio, toca apañárselas solo.

Pero no todo es trabajo doméstico. También hay tiempo para la convivencia con los vecinos. Me considero un "cura de calle". Mantengo una conexión constante con mi gente. Me verás en bautizos, primeras comuniones, bodas… ¡y en todo tipo de celebraciones a las que me invitan! Y si me invitan, pues claro, yo voy. Son momentos de alegría y encuentro. Es una forma de evangelizar a través de la presencia. Al igual que suelo ir al tanatorio para acompañar a quienes han perdido a sus seres queridos y brindarles consuelo. También dedico tiempo a mis compañeros sacerdotes para encontrarnos, compartir comidas y celebrar reuniones. En definitiva, mi día a día es una mezcla de oración, servicio, convivencia y, por supuesto, alguna que otra aventura doméstica. Pero no lo cambiaría por nada.

¿Recuerda alguna anécdota vivida en algún pueblo?
Para citar solo algunas de muchas anécdotas, cuando llegué a Puente del Arzobispo me sentí confundido con los saludos. En mi cultura, al saludar a alguien, se acostumbra a estrechar la mano, pero aquí me di cuenta de que bastaba con un simple "buenos días". Sin darme cuenta, yo seguía extendiendo la mano al saludar, y en más de una ocasión noté cómo algunas personas me miraban con sorpresa, preguntándose qué pasaba.

Otra anécdota relacionada con los bares me llamó la atención desde la primera vez que visité uno. Observé que la gente consumía y arrojaba al suelo cáscaras de cacahuetes, huesos de aceitunas y colillas de tabaco. Hasta el día de hoy, no sé exactamente por qué lo hacían. Además, cada vez que pedía una caña, el camarero me servía un plato de comida. En varias ocasiones intenté devolverlo, pero el camarero me explicaba que se trataba de una tapa que se ofrecía de forma gratuita.

Por último, los niños, al verme con mi piel oscura, se acercaban con curiosidad y me tocaban la cara. Luego, frotaban sus manos entre sí, sorprendidos al descubrir que no quedaba ningún rastro. "¡Venuste no mancha!", exclamaban, convencidos de que llevaba pintura sobre la piel.
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