El anuncio de que TVE preparaba una serie, “La Moderna”, a partir de Tea Rooms, la novela de Luisa Carnés me produjo cierta estupefacción, porque no comprendía cómo de lo que recordaba de los episodios de esa obra leída hace más de treinta años podía llevarse a cabo ese proyecto.
Aunque me resultaba incomprensible, me alegraba porque sacaba a relucir un texto cuyos valores se han resaltado en la última década con la reedición
y algunos estudios sobre las aportaciones de la autora a la historia de la literatura española del siglo XX. Es más, se ha hecho una digna versión teatral de esta obra y el nombre de la novelista está entre los propuestos para lectura en los planes de estudio de bachillerato de estos últimos años.
Luisa Carnés corrió una suerte similar a la de más de quinientos mil españoles que tuvieron que escoger, obligados por el final de la guerra civil del 36, por dignidad propia y salvaguarda de la propia vida, el exilio. Gente de las más diversas profesiones buscó, con el corazón en vilo, cada uno como pudo, las fronteras, con poco más que lo puesto para emprender, desde cero, una nueva vida allá donde, a cada cual, le fuera posible arraigarse. En algunos casos eran familias enteras, pero en los más, eran seres desgajados de los suyos por la fuerza de las circunstancias. Muchos eran integrantes del mundo de las letras, de las artes y de otros ámbitos culturales; su marcha venía a apagar, bajo el tronar de los cañones, lo que sería el último resplandor de ese periodo denominado como “la edad de plata de las letras españolas”. Su vacío, en el páramo cultural de la primera posguerra, lo vendrían a llenar los afectos al nuevo régimen dictatorial que Dionisio Ridruejo calificaría como “el reinado de los mediocres” en Escrito en España (pero publicado en Argentina), mientras que una parte de los “desafectos” pasaba una larga temporada en las cárceles con el temor a las sacas nocturnas y otros sufrían el purgatorio de los apartados de los cuerpos de funcionarios que hubiesen conseguido en el periodo republicano mediante la oposición pertinente por no mencionar los que fueron a parar a campos de trabajos forzados.
Entre los escritores que marcharon al exilio estaban algunos ancianos, pero la mayoría la formaban un grupo de personas de media edad con una obra ya consolidada y otro de jóvenes que habían empezado a publicar en la década anterior al 36. Algunos de los más sobresalientes estaban englobados en lo que conocemos hoy como “la generación del 27” en cuya nómina canónica, exclusivamente masculina en el sentido más estricto, habría que incluir, para ser más exactos, a muchas de las más de treinta mujeres que firmaron, en junio del 36, la convocatoria del homenaje a Clara Campoamor por su labor en pro del sufragio femenino en nuestro país.
Asentados, la mayoría de ellos, tras no pocas malaventuras en países de Hispanoamérica, sobrevivieron con no pocos sobresaltos y muchas esperanzas de un pronto regreso; así lo relata Simón Otaola en alguna de sus novelas y otros, como Arana, en libros de remembranzas de aquellos años difíciles que se vivían con el anhelo de volver a celebrar pronto las navidades en compañía de los familiares lejanos.
Los exiliados pasaron a ser proscritos de la cultura española del interior hasta el punto que, durante mucho tiempo, no estaba bien visto en las áreas gubernamentales mencionar sus nombres y mucho menos tratar de incorporarlos al mundo de las letras; caro lo pagó la revista Ínsula, en 1956, un año de suspensión, por querer tender un puente entre los escritores de ambas orillas del Atlántico.
A partir de los años sesenta se extendió la recuperación de obras ya escritas en el exilio y de algunas de las publicadas durante la II República con lo que se pudo enriquecer el acervo cultural e incluso se abrió la puerta al posible regreso de los que habían sido más duros combatientes del régimen franquista, primero en visitas autorizadas y luego con fines de permanencia definitiva. Muchos no pudieron vivir hasta la transición y murieron en la tierra amiga que los acogió, como le pasó a Luisa Carnés.
La recuperación de la obra de esta escritora ha sido muy tardía; no se inició hasta alrededor de 2016 con la reedición de Tea Rooms, (mujeres obreras), pese a que su autora tuvo, a partir de la publicación de esta obra en 1934, con portada diseñada por el que en aquellas fechas era su marido, Ramón Puyol, mucha visibilidad en los medios impresos de aquellos años.
En plena periodo republicano Luisa Carnés colaboró con frecuencia en las revistas semanales ilustradas de aquellos años, como Estampa. Ahora, As, en las que la fotografía tenía una presencia muy elevada. Autora de los más variados reportajes sobre la actualidad del mundo de las letras, teatro, toros e incluso deportes, como el ciclismo, femenino. Especialmente era usual su persistencia en sacar a la luz aspectos de la gente insignificante, tanto por sus quehaceres como por las zonas de procedencia que habitaba, los barrios bajos madrileños; con frecuencia estas colaboraciones las encabezaba con el antetítulo “vidas humildes”. Su imagen se puede reconocer hoy día porque, en muchos de sus reportajes, aparecía la autora fotografiada con esos protagonistas.
Más de uno creemos que la serie “La Moderna” le ha hecho un flaco favor a la autora pese a que su nombre aparezca en cada episodio en letra pequeña y la hayan mostrado, como un personaje, en un episodio, a los espectadores, aunque como periodista de La Voz, en vez de resaltar sus numerosas colaboraciones en la Estampa.
Los guionistas han entresacado el espacio, el salón de té, y los nombres de algunos personajes de la novela, pero, en la mayoría de los casos, no los rasgos más significativos de su entidad; los han mezclado con otros de su propia creación y han tejido una historia grata, atractiva, entretenida para esa hora de la sobremesa en que se proyecta de lunes a viernes cada semana. Lo peor es que a los personajes extraídos de la novela de Luisa Carnés los relacionan en conflictos ajenos a la trama original y, sobre todo, los aleja de los propósitos de la autora que insistía en enfocar la dignidad de la mujer por vías ajenas a las tradicionales, la prostitución y el matrimonio; ella mostraba una tercera senda, la emancipación por un trabajo digno y la sindicación en defensa de sus intereses. En vez de esto los guionistas de la serie los envuelven en tramas afectivas en oposición a unas mujeres, acaso más perversas y criminales de las series españolas, como si los autores quisieran que siguiesen la estela de las series norteamericanas Dallas y Falcon Crest, salvadas, por supuesto, las distancias económicas y locales. De esta última temporada solo señalar que cualquier parecido, si es que fuese posible encontrarlo, con el original sería una extrañísima coincidencia.
Luisa Carnés se había dado a conocer con un libro de relatos Peregrinos del calvario (1928) y una novela Natacha (1930). Para su nóvela más importante, la centrada en los problemas de las trabajadoras, ambientada en los salones de té, la escritora se había documentado con la experiencia propia, como camarera, en “salones aristocráticos”, según mencionaba la prensa de la época al reseñar Tea Rooms, igual que Josefina Carabias hiciera para escribir sobre la vida de las empleadas del servicio de habitaciones de un hotel. Tras el alzamiento de Franco, su compromiso con los ideales de la república la llevó a Luisa Carnés a participar en la propaganda política y social como componente del denominado “altavoz del frente popular” en colaboración con numerosos escritores de reconocido prestigio. Como consecuencia de este compromiso y, al calor de este entusiasmo republicano, con el país ya en armas desde julio,
estrenó, en el mes de octubre, en el Teatro Lara de Madrid la obra Así empezó, cuyo texto desconocemos. En el montaje participarían numerosos
artistas, tanto teatrales como plásticos, del “Frente rojo” siendo la de Ramón Puyol una de las aportaciones más importantes en escenografía. El cartelista no tuvo la misma suerte que la escritora al terminar la guerra; mientras ella consiguió embarcar rumbo a México, él fue detenido, encarcelado y condenado a muerte, en varios juicios, por activista republicano; sus trabajos penados en la restauración de los frescos del monasterio del Escorial le aligerarían el encarcelamiento pues en 1946 obtuvo la libertad condicional; la definitiva no llegaría hasta 1968.
Es innegable que la serie “La Moderna” sirve para sacar del olvido el nombre de Luisa Carnes y cada semana, de lunes a viernes, le da visibilidad, pero de poco sirve si se hace desde una óptica divergente respecto a la que, a nuestro parecer, debiera tener, ya que, en vez de mostrar el compromiso de la autora se ha partido de su obra para el divertir al espectador que no esté adormilado a la hora de la siesta, es decir, en mero entretenimiento.
Sirva este recuerdo de su persona y obra, en el momento actual, más que, como un homenaje, como un pequeño desagravio ante lo que nos parece una utilización deformadora de las ideas de la novelista en la serie televisiva.
Fulgencio Castañar es autor de El compromiso en la novela de la II República (Siglo XXI de España Editores. S.A., Madrid, 1992) y de artículos sobre revistas y escritores del exilio republicano de 1939.