El 28 del mes de Termidor (julio) de 1794, fue guillotinado públicamente a manos de sus antiguos compañeros Maximilien Robespierre, el que había ostentado el máximo poder revolucionario francés, y que para imponer su concepto de libertad, igualdad y fraternidad había ahogado al país galo en un baño de sangre durante el período que ha pasado a la historia como EL TERROR. El que a hierro mata a hierro muere, gran acierto el del refranero popular.
Doscientos treinta años después, contemplamos otra decapitación, por suerte ahora sólo hablando metafóricamente. Otro político dogmático, de verbo fácil y discurso maniqueo y extremista, ve como sus correligionarios se lanzan sobre él en un ejercicio de exorcismo laico y de sacrificio del chivo expiatorio. Perro no come carne de perro, dicen. Algunos humanos tienden más fácilmente al canibalismo.
No seré yo, porque ni lo quiero ni lo pienso, el que salve ni a uno ni a otro. Las ideologías de ambos me parecen reprobables y reñidas con la libertad y la democracia, sus discursos vacuos, demagógicos e únicamente instrumentos al servicio, tanto de sus enormes egos, como de la fractura social.
Tampoco aplaudiré a las manadas de sorprendidos, que cuándo no queda más remedio en aras de proteger sus intereses de poder, lanzan sus fauces sobre los que, sin haber cambiado, antes eran compañeros perfectos y ejemplos para el pueblo, y ahora no son sino monstruos a los que decapitar.
Pero no pensemos que esa doble faceta existe sólo en el mundo de la política mas radical, ni siquiera en el de la política en general. En todos los mundos que están en este habita el fariseismo, el decorado de cartón piedra, el sepulcro blanqueado. Podemos observar templos y mentideros de gentes de “orden”, plagados de cofrades a los que se les conecta automáticamente el móvil a las wifis cuándo circulan cerca de los muchos “clubs” que pueblan nuestras carreteras. Oiremos despotricar contra la pérdida de los valores tradicionales a muchas damas a cuyo lado, la “belle de jour” de Buñuel se queda en una casta mojigata.
Lo dijo Jesucristo, “quién esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Pero los humanos somos más de lapidación que de introspección crítica, más aún, cuando la víctima de la piedra pretendió ser el máximo justiciero en los demás de los pecados de los que él es maestro.