No me puedo resistir a decirles que este país es de chiste. El exportero de un club de alterne haciendo, presuntamente, tratos con decenas de millones de euros de dinero público y su ministro, de tourné por los platós para vender una verdad insostenible.
La presidenta de Madrid cazando gamusinos para intentar esconder que su novio está siendo investigado por falsedad documental en otro caso mascarillas, ojo, ¡tras una denuncia de su propio gobierno del PP ante la Fiscalía Anticorrupción!
El presidente del Gobierno de España tragando lo más grande con un elemento como Puigdemont, que avanza hacia la gratuidad de sus delitos y del resto de sus compañeros, mientras avisa que la autodeterminación será el siguiente paso.
De todos modos, no seré yo el que diga que Pedro Sánchez le haya hecho el ‘koldo gordo’ a su exministro Ábalos. Y, por supuesto, nunca defenderé que al novio de Ayuso le hayan pillado con el… ‘carrito de la fruta’. Para nada. Esas cosas son de alta política y les corresponden a quienes sabe del ramo.
El resto de los mortales –que sufrimos la vida desde este lado de la carretera– vemos cómo aparecen millones de debajo de las piedras mientras el umbral de la pobreza cada vez invade más casas en este país o la cultura de la generación más preparada de la Historia se ciñe al manejo de las redes sociales y a creerse que vender el iris no es peligroso. ¿Cómo no nos van a llamar imbéciles desde fuera?
Compartía una más que interesante tertulia de amigos días atrás en la que me di cuenta que la desafección hacia la clase política supera ya preocupaciones como el terrorismo, con ejemplos como el 11M que solo se recuerda a modo de aniversario, o el paro, que ha pasado a ser un problema relativo en busca del pelotazo que nos permita vivir relajadamente para siempre.
No me extraña aquella frase de Antonio Banderas que aseguraba que los jóvenes en España querían ser funcionarios mientras que los americanos preferían ser emprendedores. Así nos va.