Cuando hablamos de amor, lo primero que viene a nuestra mente es el de dos personas: novios, amantes o parejas. Es irremediable porque desde pequeños, nos han enseñado que el amor verdadero siempre es el de un príncipe que canta bajo la ventana de una mujer en apuros y daría la vida por ella si se diera el caso.
Todo es encantador hasta que conoces la verdad, cuando te entregas a otra persona y das todo de ti esperando a que haga lo mismo, a que dé la vida por ti si se diera el caso.
Pensamos… ¿No se supone que es así como tiene que ser? Un amor incondicional como el de los cuentos. Entonces te das cuenta de la gran mentira que llevas deseando cumplir desde que tienes consciencia. A algunos les parece bien, prefieren vivir en una película de caballeros andantes y damiselas en apuros a las que salvar de su terrible destino, pero otros, los que necesitan el realismo en sus vidas, llevan a cuestas el deseo insaciable de un amor puro que nunca llega.
Pero este no es el tema que tratamos, no el de un amor forjado en el tiempo y momentos especiales con otras personas, sino el amor que viene desde que nacemos, incluso antes, el de una madre cuando sabe que espera un hijo y un padre dispuesto a dar todo por el que vendrá. Ese es el amor que de verdad importa, el de la familia: un sentimiento desinteresado y real del que gozamos desde que nacemos hasta que morimos; o así debiera ser.
Cuando se decide formar una familia, el primer pensamiento que se debe tener es el de unión y con él, la creación de los cimientos para adaptar un círculo perfecto en el que crecer. Mamás, papás, mamás y papás, esa es la fórmula.
Cuando el círculo se agranda, el amor crece y con él los miembros del mismo. Un hijo quiere sentirse protegido por sus padres ante todas las maldades que el mundo regala sin siquiera preguntar, y así debe ser, hasta que cree su propia dependencia para poder hacerlo por sí mismo.
Cuando decides formar una familia, haces un pacto con tu pareja, no necesariamente el de amarla por y para siempre (aunque así se prometa cuando realizan los votos), sino el de amar lo que creen juntos. Profundizando en este tema, no todos los que se comprometen a hacerlo cumplen sus promesas. A mí me ha tocado vivirlo de cerca.
Mis padres no mantuvieron su amor, pero sí que supieron mantener el de la familia y jamás, ni mis hermanas ni yo, sufrimos la falta de ello. Lo hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían, después, cada uno siguió su propio camino.
Aunque se esforzaban por sonreír cuando estaba presente, el ambiente se teñía de gris la mayoría de las veces y se sentía en el aire. Tiempo después, ese gris se disipó para convertirse en un blanco pálido, el de la indiferencia, y para cuando yo había crecido, la situación era tan normal como la de cualquiera.
Entonces, una nueva sensación aparece, el amor ardiente de una pareja reciente, llenando hasta el último rincón de nuestras vidas; y estaba bien, o al menos, desde el punto de vista ignorante de una niña de once años.
Pronto se descubrió una verdad muy diferente. El amor que se creía verdadero, apasionado y especial, se convirtió en sumiso, hiriente y agresivo. ¿Cómo era posible que en la historia existiera el lado apacible y se decidiera optar por el hostil? Nadie es tan tonto como para permitirlo.
El tiempo aclaró poco después que el amor se asentó sobre unas bases de engaño y amenazas continuas en las que siempre sale perdiendo el más débil.
El terror invade el círculo y le obliga a disgregarse. Nadie quiere verse envuelto en una batalla donde siempre hay daños colaterales, aunque al final nunca sirve.
Gritos, golpes, amenazas. Aquello era el pan de cada día en un hogar corrompido por la ira de un extraño que se mimetizó en el rebaño. Un lobo con piel de cordero.
Él lo llamaba amor. Yo lo llamo toxicidad en el grado más elevado del ranking.
“Perdiste lo que una vez pudiste llegar a tener pero nunca fue. Las mentiras se encargaron de ello”.
Ahora, tiempo después, ese amor corrompido sigue acechando, esperando a romper la muralla. Lo que no sabe, es que dicha muralla se construyó bajo el yugo de la toxicidad enfermiza de un hombre que jamás supo dar amor desinteresado. Nunca caerá.
María Eugenia L. Montejo