En 2014 Oren Moverman dirigió la película “Time Out of Mind”. En ella cuenta la historia de un sin techo en la ciudad Nueva York, donde ser un vagabundo significa ser invisible para la sociedad. “Invisibles” fue, precisamente, el título escogido para presentar este film en España y, a pesar de que no siempre se acierta en este empeño, los responsables de su distribución dieron en el clavo. Respecto del título original, el Collins define la expresión “Time Out of Mind” como: “a time in the past that was so long ago that people have no knowledge or memory of it”, esto es, un tiempo en el pasado que pasó hace tanto, que la gente no tiene conocimiento o memoria del mismo. Dicho así, parece que la relación del título con el argumento está cogida con pinzas. Sin embargo, out of mind – sin el time delante – significa “irrelevante”, lo que sí parece que encaje mejor en la trama.
“Time Out of Mind” es también el título del trigésimo álbum de estudio de Bob Dylan, publicado en septiembre de 1997 después de una larga sequía creativa. Dylan ya se había quejado en alguna entrevista anterior que los tiempos en que las canciones hacían cola para ser escritas habían quedado muy atrás y que, peor aún, las ideas que tenía eran malas y no cuajaban en nada que pudiera estar a la altura de sus anteriores trabajos.
Sea como fuere, parece que la conexión entre la película y el disco es circunstancial y no va mucho más allá de la posibilidad de que el protagonista pudiera haber sido uno de esos tipos que habitan las canciones de Dylan. Lo que no es casualidad es que Richard Gere fuera elegido para protagonizarla, ya que es de sobra conocida su militancia a favor de diversas causas sociales. Quiso que la película fuera más allá del drama sensiblero y si bien no alcanza la crudeza de las canciones de Zimmermann, insistió en que determinadas escenas se rodaran con cámara oculta para que la indiferencia de los transeúntes no fuera fingida. Tras el estreno contó en varias entrevistas que, por primera vez en su vida, se había sentido invisible. Cualquiera que vea la cinta, observará que debajo de ese desaliño tan bien colocado que exhibe, es muy difícil no adivinar a Richard Gere. Confieso que en una primera impresión pensé que su lamento era una boutade de estrellón para vender mejor el film, hasta que él mismo dio la clave de su anonimato: “nadie me miraba a los ojos”. Para reforzar por qué me convence este argumento, tengo que explicar que en cierta ocasión tuve que identificarme para realizar un trámite y los ojos de quien debía facilitarme el acceso iban una y otra vez de mi carnet a mi rostro. Lo hacía porque yo había experimentado un cambio físico tan notable, que difícilmente se me podía identificar con aquella foto y me vi en la necesidad de hacérselo saber. El cortó mi explicación con un gesto enérgico y diciendo de forma taxativa: “… pero la mirada es la misma”.
La mirada es la misma. Hace tiempo pregunté a un mando policial qué sentido tenían esos carteles que se colgaban en los pasillos de las comisarías con una hilera de rostros mal encarados. Dado que los delincuentes son malos pero no idiotas, le dije que no tendrían más que cambiar el aspecto que presentaban en esas fotos, casi todas de muy mala calidad, y ya está: irreconocibles. Él contrargumentó que no había que fijarse en el bulto sino quedarse con los ojos. Olvídate del color del pelo, la ropa y todo lo demás, hasta del color de los ojos – que hoy también se puede camuflar – y quédate sólo con la expresión de sus ojos, su mirada.
No miramos a los ojos de la gente. "El contacto visual es lo que permite crear un vínculo entre el emisor y el receptor", asegura Cristina Larroy, directora de la Clínica Universitaria de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Hoy todo va demasiado deprisa como para detenernos en los ojos de nadie. Ni en los ojos ni, a veces, en lo que tenemos delante de nuestras narices. De ahí que el hábito también sea un poderoso agente invisibilizador. Cuántas veces al pasar por una esquina que hemos doblado miles de veces, nos sorprende el detalle de una fachada, el color de un balcón o cualquier elemento urbano que cuando lo comentamos con alguien nos dice ¡pero si eso lleva años ahí! Lamento no poder reproducir el resto de los versos, pero recuerdo haber escuchado a una joven poeta en la radio recitando una de sus composiciones que empezaba: “… hoy he salido a la calle con los ojos de mirar…” Damos poco uso a esos ojos. Adivino que hay quien pasa por la vida sin utilizarlos una sola vez,
Recuerdo mientras escribo otra película titulada “Invisibles”, ésta de 2020 dirigida por Gracia Querejeta, en la que un grupo de mujeres, cuyo punto de encuentro es el parque por donde pasean, se dan cuenta de que la edad las ha ido gastando de tal modo que han acabado por ser invisibles. Nadie miraba a las tres mujeres maduras que paseaban por el parque, como nadie miraba a los ojos de Gere. La pérdida de la juventud y el desamor separan (¿o no?) a los protagonistas de las dos historias que, sin embargo, comparten la indiferencia, el abandono y la soledad.
Todo esto permite que me acerque al centro de la cuestión: la invisibilidad social. Y sobre todo, la invisibilidad social como violencia. El hallazgo no es mio, sino de Jean-Claude Bourdin, profesor de filosofía de la Universidad de Poitiers. El punto de partida de su reflexión es que “la existencia humana no es un hecho positivo que bastaría constatar, ni solamente el contenido de una conciencia, sino que ella es sobre todo manifestación, revelación a los otros”. Aunque no lo menciona en su artículo (La Invisibilidad social como violencia, Universitas PhilosoPhica 54, año27: 15-33. Junio 2010, Bogotá, Colombia) es evidente que la tesis de partida supera el cogito ergo sum cartesiano y, si bien la conciencia de la mismidad es el origen del individuo, concluye que socialización es imprescindible para completar su existencia como animal político. Es sólo una aproximación.
Tampoco es objeto de este artículo la exégesis del pensamiento de Bourdin, sólo pretendo apoyarme en algunos de sus razonamientos para sustentar otra tesis. Por eso, entresaco estas palabras de su ensayo: “… quisiera detenerme en una clase diferente de invisibilidad, aquella que pesa sobre los individuos o sobre las actividades, no en función de su eficacia, (...) sino del espacio social que está constituido de modo tal que ellos no sean visibles”. Es manifiesto que el espacio social de los indigentes, de los pobres, de los excluidos, tiene unas fronteras mucho más definidas que el de las mujeres maduras. Lo que hace invisible a George Hammond (Richard Gere) es ese espeso telón de desprecio con el que ocultamos la pobreza. Hasta hemos creado una palabra para titularlo: “aporofobia” es un neologismo inventado por la filósofa Adela Cortina en 1995 para referirse al rechazo al pobre. En una de las tiras más ácidas de Mafalda – esa niña resabiada que hoy será una mujer madura y, por supuesto, invisible – pasea junto a Susanita cuando se encuentran con un pobre, lo que da pie a una de sus reflexiones: “me parte el alma ver a gente pobre”. Susanita está de acuerdo y Mafalda añade: “habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres”. Pero Susanita se planta: “¿a qué tanto? Bastaría con esconderlos”.
Más allá del chiste, es conocido que en muchas ocasiones se han “retirado” conveniente, aunque temporalmente, a pobres e indigentes de las ciudades con motivo de Juegos Olímpicos, Mundiales y, de forma paradójica, también con ocasión de visitas papales. Es sencillamente diabólico que se oculte a los ojos del vicario de Cristo en la tierra a esos pobres de quienes, según las bienaventuranzas, es el reino de los cielos. Una sombra de indiferencia se cierne sobre la sociedad de modo que, ese espacio de invisibilidad al que se refieren las palabras de Bourdin, se va extendiendo como una marea negra de olvido e indiferencia. Siempre ha habido ricos y pobres, visibles e invisibles, pero esto va mucho mas allá de esa dicotomía, por lo que implica de negar una realidad y, por tanto, de apuntalar su perpetuación.
Lo mismo ocurre con las mujeres. Por un lado se invierte una cantidad ingente de recursos en combatir la violencia de género, pero la violencia consecuencia de su invisibilidad no sólo queda impune, sino que ni siquiera aparece tipificada en el código moral que rige la conducta social. Bourdin explica las causas de la invisibilidad social de una forma tan precisa que no transcribirlo es un riesgo innecesario.
Así, dice que la causa de nuestra ceguera social se debe a: por un lado, la miopía causada por la propia estructura social y por otro, a la forma en que se nos representan los invisibles, y concluye: “Una vez identificada la invisibilidad, por la mediación de una interpretación, ésta se presenta como el signo de una estructura social que mutila la existencia de personas que están sometidas”.
Es ahí cuando concluye algo que he adelantado dos páginas atrás, que el hombre no existe per se, ni aun cuando él mismo sea consciente de ello, sino que será visible en la medida en que la sociedad lo perciba. Esto acarrea consecuencias dramáticas para los invisibles, ya que al no contar la sociedad con ellos, no son considerados sujetos de pleno derecho. Lo son nominalmente, pero como no tienen una identidad apreciable por el conjunto de sus semejantes, los derechos que pudieran ejercitar como ciudadanos no alcanzan a completar la mayoría de sus necesidades. Por supuesto que son, que tienen identidad corpórea y civil aunque capitidisminuidas, por eso sus demandas personales y colectivas, después de años y años de reivindicaciones, permanecen incumplidas.
Ahí tenemos, por ejemplo, males enquistados como la lucha contra la violencia machista, o derechos recurrentes como la remuneración de las amas de casa y el precario régimen legal de los empleados de hogar o, en el caso del personaje de Richard Gere, el estrepitoso fracaso de la sociedad al intentar recuperar a quienes han quedado en situación de exclusión social. Tras la crisis de 2008 y después con el coronavirus, hemos asistido por una lado a la aparición de una nueva clase social: los trabajadores pobres; por otro, y como consecuencia de lo anterior, el ensanche de las fronteras que delimitan la pobreza. En 2019 vimos colas del hambre en España donde, además del arquetipo lumpen que suele poblar los comedores sociales, esperaban para ser atendidas familias que hasta hacía poco eran clase media. Según Cáritas, ese año el 9% de los trabajadores estaban bajo el umbral de la pobreza.
Sin embargo, el conocimiento de estos datos tampoco ha impedido que continúe su invisibilidad. Se hace visible el problema, el conjunto, pero los individuos son absorbidos por la masa y siguen sin tener rostro. De forma circunstancial hay que mencionar que muchos de estos nuevos pobres del S. XXI pasan inadvertidos por decisión propia. Mata más la vergüenza que el hambre. Muchos han preferido morirse en silencio antes que ser sorprendidos por uno de esos programas de calle en las colas de la beneficencia. Y luego está el innombrable, aquel del que nadie habla y que, a día de hoy, sigue siendo uno, sino el mayor, de los estigmas sociales: el suicidio. Ofrezco un dato ampliamente contrastado y al alcance de cualquiera: se estima que la crisis de 2008 provocó 10.000 suicidios en todo el planeta. Y esto no ha terminado: la Fundación Española para la Prevención del Suicidio (FEPS) tiene activada la alerta por incremento del riesgo de suicidios debido a la crisis económica – que, al parecer, está por llegar – como consecuencia de la guerra de Ucrania y la crisis energética que viene a abundar en la anterior de la que apenas habíamos empezado a salir. Casi con toda seguridad que para muchos lectores, esta es la primera vez que que oyen hablar de estas personas, de estas cifras y de estas situaciones.
Es posible que de vez en cuando, como una visión espectral, adivinemos una silueta entre la bruma del día mundial de turno (de los sin techo, contra la violencia machista, de la mujer, del mayor, etc.) o que después de leer noticias concretas que nos avergüencen y estremezcan se adopten medidas cortoplacistas y, por supuesto, absolutamente ineficaces. Ya se sabe, hard cases make bad laws. El resultado es que ellos seguirán siendo invisibles y de ahí su consecuencia más dramática: “La invisibilización pública de un sufrimiento social visible que deshace totalmente a la persona, aumenta aún más la injusticia social de una ofensa política”. O sea, lo que dije de resolver la pobreza (o la violencia machista) ocultándola debajo de la alfombra. Esa invisibilización pública lleva a la desesperación a quienes, sensibles y conscientes del drama, asisten impotentes al horrendo espectáculo. Seguro que algún lector se habrá removido con la cita de las agresiones a mujeres, pero más bien debiera inquietarse ante este dato: el treinta por ciento de los jóvenes españoles niega la violencia de género, una cifra que ha aumentado en un 40% en los últimos dos años. No hace falta explicar que las mujeres maltratadas son invisibles para estas personas, aunque sí añadir que entre los negacionistas que hay un número no desdeñable de congéneres.
Recapitulando lo dicho hasta el momento: los invisibles lo son por que su existencia no se percibe. Son pero no cuentan. Están ahí, en una suerte de universo paralelo donde tampoco suman. Por otro lado, a pesar de que he trazado una frontera bien definida donde los invisibles están extramuros, también en el lado del espejo de los visibles hay diversos grados. Esto explica muy bien nuestra estructura social donde, mientras los invisibles lo son de modo absoluto, entre los otros existen intensidades relativas y variables. Por tanto, los hay que nacen invisibles y así se quedan toda su vida (indigentes, mujeres sometidas, etc.), pero muchos otros - y esto es muy habitual en nuestra cada vez más escasa clase media – ven como poco a poco se van transparentando como en esa foto de familia de la película “Regreso Al Futuro”. Es proceso de nebulización va unido, casi siempre, a la pérdida de poder adquisitivo.
Cabe la posibilidad de que los invisibles asomen de vez en cuando la cabeza, por ejemplo cuando se producen esas olas de solidaridad de las que se ocupan esos programas bienintencionados pero que duran lo que la emisión del mismo. O tras un crimen machista especialmente dramático – hemos tenido casos estremecedores de violencia vicaria que nos han conmovido a todos -, o también en el caso de un indigente apaleado o quemado e, incluso, en la reciente huelga de transportistas donde un sector profesional hasta ahora invisible, ha tenido cogido del cuello al Gobierno, pero se trata de casos aislados que no pueden cambiar un orden que, por desgracia, muchos consideran natural.
Nada de esto es nuevo. La mayoría de las religiones comienzan con un libertador que es la voz de los invisibles. En la liturgia católica se dice que el Señor lo es “de todo lo visible e invisible”. Cuando la religión dejó de ser una respuesta para los invisibles, surgieron los movimientos obreros revolucionarios. Cuando estos movimiento transmutaron en dictaduras, la Iglesia Católica quiso recuperar terreno con su doctrina social. Son sólo algunos ejemplos sin pretensión de orden ni rigor.
Por desgracia, el final del artículo de Bourdin es descorazonador si por tal se considera la ausencia de conclusiones, de una fórmula de cambio y de una puerta abierta a la esperanza. De hecho, a mi juicio, cierra en falso la cuestión quizá porque después del nacimiento de su idea y de las múltiples bifurcaciones que va tomando, reconducir todo en una sola desembocadura es muy complicado, máxime en el corto espacio de su ensayo. Por eso dice: “La pregunta por el hacerse visible, de los invisibles, es una cuestión abierta que la filosofía social no puede pretender dominar conceptualmente; pertenece a los invisibles y a las estrategias que éstos inventan, solos o colectivamente. Por el contrario, la filosofía social tiene como tarea no olvidar incluir en sus categorías y conceptos la experiencia de la violencia padecida por los invisibles”.
Por tanto, el autor deja la solución en manos de los invisibles quienes sin embargo, y precisamente por serlo, carecen de ella. Mucho me temo que esa falta de concreción responda a la misma naturaleza del problema. Los visibles no van a arreglar un problema del que no tienen constancia y, en su caso, cambiar ese statu quo implica perder el suyo que, normalmente, está trufado de privilegios. Y si los privilegios existen es porque, por su naturaleza, son patrimonio de la minoría visible. Digamos que este planteamiento se parece peligrosamente al círculo vicioso de la pobreza. Decir que la solución pertenece a los invisibles es lo mismo que obligarnos a volver a la casilla de salida de donde salimos hace más de un siglo. De ser así, no lamentaría tanto el tiempo perdido, como los millones de vidas sacrificadas inútilmente. Por eso me niego a aceptar ese diagnóstico, aunque esto se lo contaré en otro momento.
Luis Manuel Álvarez Pedrosa
Escritor – XXX Premio La Ley