En 1982 fui “tallado”. Para los más jóvenes que puedan desconocer el término, explicaré que hacia los 17 años, y con el Servicio Militar Obligatorio en vigor por aquel entonces, se nos pesaba y medía la estatura para iniciar nuestra probable inscripción en el denominado “servir a la patria”. En los pueblos era la fiesta de los “quintos”, digamos una especie de celebración por llegar a una edad cercana a la madurez, que también implicaba el aporte de datos para ese futuro militar acechante.
También, en la “talla”, realizaban un breve cuestionario, al cual respondí ante dos funcionarias del Ayuntamiento, en quien se delegaba la apertura del expediente para el futuro soldado a unos años vista. Ante la pregunta “¿Se declara usted objetor de conciencia?” relacionada con mi disposición a ir a la “mili”, respondí con un “sí, claro”, que borró las sonrisas de aquellas jóvenes que iban rellenando nuestro cuestionario.
He llegado a concluir que esa decisión cambió por completo mi vida. Dos años y medio después cursaba mis estudios en la Complutense, en Madrid, cuando recibí una llamada desde mi casa: “te ha llegado una orden de incorporación a filas”. Estaba en vísperas de los exámenes finales con más ilusión que nunca por mi futuro. Pero hube de abandonar las clases para deshacer el “malentendido”.
Mi extensa familia materna intentó, mediante gestiones, incluso con generales, solucionar el asunto. Yo había presentado mi solicitud de prórroga en tiempo y forma, con mi certificado de matriculación y mi certificado de carecer de antecedentes penales. Finalmente, acudí a la Caja de Reclutas de Toledo, en aquel entonces ubicada en el Alcázar de la capital, con el resguardo que me habían entregado al presentar mi solicitud de prórroga para continuar mis estudios. Era un trozo de papel sin rellenar, sellado por la citada Caja de Reclutas, un año antes. Expuse mi reclamación en una oficina repleta de soldados y algunos suboficiales, que dirigía un capitán. Ese capitán, malhadada sea su existencia, me despachó con un “eso te lo puede haber sellado cualquiera”. Alcé la voz de mis 20 años recién cumplidos y contesté: “¡¿Y, entonces, para qué cojones lo dan?!”. Me mostraron la carpeta de mi expediente. Completamente vacía de documentos. Supongo que, en esa época, ser objetor era sinónimo de traidor. Esa fue mi “culpa”.
Pocos días después subí al tren que me condujo a Alicante para cumplir trece meses de servicio al precio de algo menos de cinco euros mensuales.
Traigo esto a colación por la nueva polémica que nos ha servido la ministra Irene Montero con la “regularización” del derecho de objeción de conciencia para los médicos si éstos se niegan a practicar un aborto. No es que sea este escribidor antiabortista. No. Habrá miles de médicos que piensen de esa forma. Pero hay otros muchos que no aprueban esa praxis. Por esa simple razón, y en un asunto tan espinoso y delicado como ése, no estoy a favor de que un doctor se vea obligado a realizar una intervención contra su propia voluntad.
Igual que tuve que tomar un fusil y defenestrar más de un año de mi vida por imposición contra mi conciencia, defiendo el derecho a que algunos galenos no se vean legalmente obligados a cometer lo que para ellos son crímenes. Si esa imposición se llevara a cabo, creo que su vida, al igual que la mía, cambiaría para siempre por un dictado estatal.
Y he dicho dictado. Porque proviene de la misma raíz que dictadura. ¿A dónde nos quiere llevar, señora Irene Montero?