Pertenezco a esa generación de mujeres que estudiaron “Labores” en el colegio mientras los compañeros hacían “Educación Física” porque estábamos destinadas al cuidado del hogar, en un mundo de hombres y para hombres.
Eran los tiempos en los que “estaba mal visto” que las mujeres trabajaran fuera de casa, y no se les facilitaba mucho la labor porque para hacerlo debían aportar la “autorización” primero de su padre y después de su marido. Era complicado el mercado de trabajo para ellas e incluso era imposible tener una cuenta propia en el banco.
Pertenezco a esa generación, minoritaria en la época, ante el volante de un automóvil a las que “mandaban a fregar los cacharros” o gritaban lo de “mujer tenías que ser”. Esa misma generación que compartió aula en la Universidad, con un “todavía” mayoritario grupo de hombres y que cuando tuvo edad suficiente para buscar trabajo se vio obligada a escuchar “prefiero contratar cinco hombres antes que a una mujer”.
Pertenezco a esa época en la que nos solían contar que las mayorías electorales solo las conseguían los hombres y que a pesar de estar capacitadas, estábamos destinadas rellenar listas, porque algunas teníamos dos inconvenientes, ser jóvenes y mujeres, aunque algunos de los hombres que encabezaban esas listas quedaran por debajo, intelectual y socialmente hablando, que algunas de las que en su día pudieron ser candidatas.
Tal vez todas esas cortapisas nos hicieron rebelarnos y luchar, en un momento en el que las “feministas” eran según el criterio de la clase dominante, “machorras” o “marimachos”, para demostrar que la sensibilidad de una mujer no pierde un ápice de esencia en la lucha por la igualdad.
Nos tocó demostrar que no éramos las absentistas en la clase ni en el trabajo. Que la intelectualidad femenina se iguala a la de los hombres y que las capacidades son idénticas entre ambos sexos.
Nos tocó conducir camiones, autobuses y taxis. Abrir las puertas de los Cuarteles. Agarrar mangueras contra incendios y picos en la mina. Entrar con buenos expedientes académicos en Hospitales, ya no para ser enfermeras sino cirujanas, cardiólogas, neurólogas o psiquiatras.
Tuvimos que hacer muchos méritos para ir alcanzando los “despachos nobles” de los directivos, y hacer un intenso voluntariado para que los partidos políticos empezaran a plantearse la posibilidad de incluir alguna mujer como cabezas de lista en las elecciones.
Una generación tras otra, ha ido luchando no solo por conseguir la igualdad, sino también por demostrarla. Dejando con todo el dolor a los hijos en casa y sintiéndonos culpables de si seríamos malas madres por esta razón.
Es cierto que llegó la igualdad legal, porque “nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo”; pero aún hoy se sigue luchando por conseguir la igualdad real. La que equipare las opciones laborales entre hombres y mujeres. La que iguale salarios. La que acabe con la responsabilidad “no compartida” de la familia y con la lacra de la violencia de género.
En esta dura lucha de siglos, cada una de nosotras ha formado parte de la cadena con más o menos presencia, para llegar a comprobar los últimos años, al unísono, que no queremos “ni una menos”, que “sin nosotras se para el mundo”, que “yo si te creo”; que “el mismo juego las mismas reglas”. Hemos gritado alto y claro que “mi cuerpo no quiere tu opinión”; “nos queremos libres e iguales”; que “sola y de noche quiero llegar a casa” o “me too”.
Por eso no podemos consentir que se llame “presidente” a la presidenta del Congreso. No tenemos por qué soportar que nos llamen locas histéricas revolucionarias, ni que nos acusen de falsas denuncias de “malos tratos”. Nos avergüenza ver mujeres que se llaman “hombres” y nos exasperan los políticos hombres, con criterio de hombre que hablan en nuestro nombre.
Aprendimos mucho en todo este tiempo y nos grabamos con fuerza las frases que hicieron rodar el engranaje. Gandhi nos enseñó que “Llamar a las mujeres el sexo débil es una calumnia; es la injusticia del hombre hacia la mujer”.
No hay justificación moral tolerable para que algunas mujeres hayan necesitado utilizar pseudónimo y así ganar premios literarios, ni inscribir inventos a nombre de su marido para que pudieran hacerlas caso. En completo acuerdo con Virginia Woolf, “Nos atreveríamos a aventurar que Anónimo, que tantos poemas escribió sin firmarlos, era a menudo una mujer”.
Nos sentimos llamadas a la lucha al escuchar la frase de John Lennon “No podemos tener una revolución que no involucre y libere a las mujeres” y entendemos a la perfección a Soldad Gallego-Díaz, primera mujer en dirigir un periódico en nuestro país, cuando explicaba que “Para combatir el antisemitismo no hace falta ser judío, como para luchar contra el racismo no hace falta ser negro. Lamentablemente, a veces parece que para combatir la discriminación de la mujer hace falta ser mujer.” Algo que también llegaron a entender algunos hombres, cada vez más, que hoy apoyan esta lucha por la igualdad.
Y aunque llegaron los derechos constitucionales reconocidos en nuestro país, no solo hemos seguido luchando para que fueran reales, sino que hemos sabido ser empáticas y solidarias con aquellas a las que le queda aún mucho camino por recorrer, porque “Ser mujer en el primer mundo es difícil pero serlo en el resto del mundo es heroico”, que diría Perillán.
Da igual si esta lucha es desde lo más bajo o lo más alto del estrato social. Es indiferente si es desde el eslabón de la cadena con más fuerza o del más débil. No tiene importancia si la reivindicación es desde dentro o desde fuera del hogar. Ya hemos comprobado en los últimos años el poder de la mujer, su capacidad de convocatoria y lo alto que se puede oír su voz con manifestaciones multitudinarias antes nunca vistas. Ahora toca seguir luchando, sin necesidad de buscar grupo, desde la individualidad impuesta por el virus, pero sabiendo que estamos todas juntas, no es necesario estar en la calle para demostrar este clamor.
Hagamos un 8M diferente, pero igual de reivindicativo. Desde nuestros rincones, con el pensamiento puesto en la colectividad y hagámoslo no solo hoy, sino cada día, demostrando que las mujeres no son más que nadie, pero tampoco menos. Que el feminismo no es ser superior, sino igual. Porque lo importante, no es que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino que lo tengamos sobre nosotras mismas.
P. Moratilla