Era el 26 de agosto de 1990. Estaba en Talavera y regresaba a Helechal (una de las cuatro pedanías junto a La Nava, el Puerto Mejoral y Puerto Hurraco que componen el ayuntamieno de Benquerencia de la Serena) junto a mi esposa Lola y mi hija pequeña Rebeca (a punto de cumplir 7 años) a recoger a mi hija mayor, Raquel (13 años) que había pasado el verano con mis suegros, como tantos otros. Yo disponía de unos días de vacaciones y ante el inminente inicio del curso escolar optamos por pasarlos allí y recoger a Raquel.
Salimos casi al anochecer tras dejar por la mañana las páginas de deportes de La Voz del Tajo-Diario 16 ultimadas para la edición del lunes 27. Viaje tranquilo por la denominada ruta de los pantanos, con tránsito por Alcaudete, Belvís, La Nava, Sevilleja, Puerto Rey, Castilblanco, Valdecaballeros, Talarrubias, Puebla de Alcocer, Cabeza del Buey y final de trayecto en Helechal para culminar los 210 kilómetros que marcaba el caontador de mi Renaul-9. Paradas en Puerto Rey y Puebla de Alcocer, y ésta sorpresa mayúscula al escuchar las noticias de Radio Nacional: “Dos personas disparan indiscriminadamente a los vecinos de Puerto Hurraco que toman tranquilamente el fresco a las puertas de sus casas”.
Horror y angustia por nuestra parte al escucharlo y los pelos de punta en Lola y yo, porque Rebeca seguía sin enterarse de lo que estaba aconteciendo. No había teléfonos móviles o al menos yo no lo tenía, por lo que retomamos el viaje con urgencia camino de Helechal, distante apenas 50 kilómetros de donde habíamos parado a repostar y nos esperaba la familia. Se nos hicieron eternos, entre otras razones porque las noticias hablaban de “paradero desconocido de los autores”.
¿Y si habían elegido Helechal, de donde al parecen eran parte de sus antecesores -los apellidos Cabanillas e Izquierdo son numerosos en donde ahora tengo mi residencia veraniega y desde donde escribo esta crónica- y comenzaban también aquí a disparar?
Llegamos, por fin a pesar del nerviosismo que me había producido la noticia y lo mál que se me da conducir entre dos luces, y pronto nos dimos cuenta de la magnitud del suceso. Mis familiares, como casi todo el pueblo, permanecía en casa sin salir y con la radio o la televisión como única compañía para intentar conocer las consecuencia del macabro suceso. Y cara de susto, y de mucha preocupación, en los mayores, porque los niños tampoco eran muy conscientes de lo que estaba pasando. Cuando los hermanos Izquierdo fueron detenidos llegaría la calma y los comentarios, que en Helechal duraron varios días por el origen familiar de los implicados. Y en algunas pedanías familias enteras permanecieron vigilantes pertrechados con palos y escopetas de caza hasta que saltó la noticia de la detención de los hermanos, contarían al día siguiente.
Se cumplen mañana 30 años de aquel suceso que conmocionó a toda España y el mutismo en la pedanía de Puerto Hurraco, donde aún residen implicados, es absoluto. Nadie habla y nadie quiere recordar este suceso. Como si todo el mundo lo haya borrado de su memoria y, por supuesto, de su retina.
Los medios de comunicación “no son bien recibidos” y nadie se presta al requerimiento de los compañeros. Mi sobrina Helena -peluquera en Puerto Hurraco- lo certifica a pie juntillas. Conseguir declaraciones en la pedanía es prácticamente un milagro. En Benquerencia, La Nava o Helechal casi sucede otro tanto y aunque el acontecimiento no está “borroso” prefieren hacer pocos comentarios. Hoy sigo aquí y he intentado apoyar esta crónica con algunas apostillas de mis hoy convecinos y ha sido imposible. No van más allá de lo que pudimos vivir mis familiares y yo en el día de autos. Desgraciadamente muchos de mis seres queridos de entonces -mis suegros Miguel y Jacinta y mis cuñados Antonio y Manuel- ya no están con nosotros, al igual que otras muchas personas que tal vez hubiesen podido aportar datos sobre los progenitores. Seguro que habrían aportado sus vivencias de aquella tarde-noche eterna repleta de angustia en Helechal. Ya en Castuera, a donde fueron dirigidos los Izquierdo para las diligencias y custodia tras ser detenidos, un primo hermano de mi suegro, el policía municipal ya hoy jubilado Juan Antonio Pozo, sería protagonista y le pudimos ver en las imágenes televisivas de la época.
Fue un episodio más de la España negra, algo que no gusta recordar por estos lares, pero que es imposible de eludir. Para completar lo presente, un refrito de aquellas tristísimas consecuencias. Y no para que las disfruten, sino para que no las olviden con el deseo de que jamás se repitan en cualquier punto del Mundo.
LOS HECHOS
La edición libre de WIKIPEDIA, aunque podía haber elegido otros conductos de los muchos que relatan los sucesos, lo define de la siguiente manera. La masacre de Puerto Hurraco fue un asesinato masivo acaecido al atardecer del domingo 26 de agosto de 1990 en la pedanía del mismo nombre perteneciente al municipio de Benquerencia de la Serena, sito en la provincia de Badajoz (Extremadura, España), y de ciento treinta y cinco habitantes (dos centenares en verano). Los autores fueron los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo, pertenecientes a la familia Izquierdo, quienes asesinaron por las calles de su pueblo natal a nueve personas, varias de ellas pertenecientes a su rival, la familia Cabanillas (entre ellas dos niñas de trece y catorce años), y causaron heridas graves a otras doce.
(Antonio Izquierdo (i) y su hermano Emilio, durante el juicio por la muerte de nueve personas. EFE)
30 AÑOS DESPUÉS
Recordando este luctuoso suceso, uno de los más graves de la España negra, han sido varios los medios de comunicación que han querido recordar los hechos. El digital de Pedrojota, El Español con firma de Andros Lozano, así lo refleja con este titular: “Puerto Hurraco, 30 años de la matanza: relato inédito de quienes se cruzaron con los hermanos Izquierdo” y subtítulo: “En 20 minutos de disparos y gritos murieron nueve personas y otras 12 resultaron heridas”. Ya en texto se puede leer: Dicen que hay tragedias que son inevitables. Pero la matanza de Puerto Hurraco quizás sí se pudo impedir. Si alguien hubiera mediado a tiempo y puesto sensatez entre las familias Izquierdo y Cabanillas, tal vez la noche del 26 de agosto de 1990 no se hubiera producido un derramamiento de sangre tan mayúsculo en una diminuta y casi extraviada pedanía extremeña de apenas 130 habitantes durante los inviernos y no más de 200 en verano, cuando volvían por vacaciones las familias que habían emigrado en busca de trabajo, principalmente al País Vasco. Pero nadie hizo nada. O tal vez -es lo más probable- nadie se atrevió. Aquel día murieron nueve personas y otras 12 resultaron heridas. Algunas fallecieron al instante. Otras, de camino al hospital o al poco de ingresar en él. A algunos heridos les costó meses recuperarse. Uno, recién licenciado como ingeniero industrial, quedó parapléjico. Un médico forense llamado Guillermo Fernández Vara -hoy presidente extremeño- practicó las autopsias a varios de los cadáveres y realizó después parte de los exámenes psiquiátricos de los asesinos. Entre las víctimas mortales se encontraban Antonia, de 14 años, y Encarni, de 12, que jugaban en la calle. Eran dos de las tres hijas de Antonio Cabanillas.
(Antonio Cabanillas, padre de dos niñas asesinadas por los hermanos Izquierdo. El Español)
Antonio era un agricultor bravucón y con aires altivos que vivía en Puerto Hurraco y que desde hacía años estaba enfrentado a muerte -al menos de palabra- con los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo. La otra niña de Antonio Cabanillas, María del Carmen, logró evitar que la fusilaran como a sus dos hermanas. Estaba en casa de una prima. Eso la salvó de los escopetazos de los Izquierdo que, enloquecidos, comenzaron a disparar a diestro y siniestro tras matar primero a aquellas dos crías. Los hermanos tiraban a dar a todo aquel con el que se encontraban por el pueblo. A la cabeza y al corazón, le contaron semanas después al psiquiatra que analizó sus mentes. Fueron 20 minutos de gritos, olor a pólvora, sangre y muerte.
El psiquiatra extremeño José Gómez Romero -barba cana, gafas gruesas, escaso pelo en la cabeza, también agrisado- recuerda con nitidez las notas que tomó durante sus largas y exhaustivas entrevistas a Emilio y Antonio Izquierdo. Algunas de ellas son frases literales de los hermanos. Gómez Romero habló con EL ESPAÑOL este pasado viernes tras explicarle que queremos reconstruir la historia a través de quienes en algún momento cruzaron sus vidas con los asesinos. El médico los tuvo frente a frente, a veces por separado y otras en pareja, tras la detención de ambos. Fueron cuatro sesiones de ocho horas cada una. Gómez Romero recuerda que Emilio, de 56 años, era quien ejercía de líder. Antonio, de 52 entonces, se mostraba parco en sus explicaciones. "La venganza tenía que ser en verano porque, aunque soy muy buen tirador y no fallo un disparo, en invierno con el frío se me entumecen las manos y temía fallar". Así le contó Emilio Izquierdo a este psiquiatra, hace ahora justo 30 años, cómo él y su hermano Antonio se convirtieron en los dos protagonistas de una de las páginas más oscuras de la crónica negra española del siglo XX. “Antes de salir nos tomamos un lexatin de tres miligramos para que no nos temblara el pulso al apretar el gatillo (...) Yo iba a apañar a Antonio Cabanillas o a sus hijas, para que sepan lo que duele perder a un ser querido y dejarles un recuerdo que no se les olvide jamás (...) Tiro a todo bulto que veo, apuntando al corazón y a la cabeza”. Al psiquiatra le confesaron que actuaron así en venganza de la muerte de su anciana madre, que murió en un fuego accidental que devoró su casa en 1984. Antonio y Emilio Izquierdo siempre sostuvieron que lo originó Antonio Cabanillas, su rival, algo que se demostró falso. Aquella masacre de 1990 sucedió en Puerto Hurraco, una pedanía de Benquerencia de la Serena (Badajoz). Era domingo. 26 de agosto. Con la caída de la noche, en torno a las nueve y media, varias familias tomaban el fresco en la puerta de sus casas. Otras se disponían a montarse en coches para ir a cenar a un pueblo vecino en fiestas. Aquel día había mucha vida en la calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, una vía en cuesta que divide el pueblo en dos esparciendo un puñado de viviendas a ambos lados. Hubo vida hasta que llegaron Antonio y Emilio Izquierdo. Tras ellos, sólo muerte y llanto.
(Lugar en el que jugaban dos de las tres hijas de Antonio Cabanillas. EFE)
Antonio y Emilio Izquierdo, de la familia de los Patas Pelás, buscaban vengar casi tres décadas de rencor y odio recíprocos hacia los Cabanillas, conocidos como los Amadeos. La guerra entre familias comenzó 23 años antes de la matanza de Puerto Hurraco. En 1967, Amadeo Cabanillas, un hermano de Antonio Cabanillas -quien mucho tiempo después vería morir a tiros a dos de sus tres hijas-, sobrepasó con el arado sus tierras y entró en una finca de Manuel Izquierdo, hermano de Emilio y Antonio Izquierdo.
Por ese tiempo, ambas familias estuvieron cerca de emparentarse. Amadeo Cabanillas se veía con una pata pelá, Luciana. Los Patas Pelás eran seis hermanos: Jerónimo, Manuel, Emilio, Antonio, Luciana y Ángela. Aunque se querían, Amadeo, molesto con los Patas Pelás tras aquel problema de lindes, decidió no casarse con Luciana. La joven sufrió mucho tras la recibir la negativa a pasar por el altar. Al poco de producirse el rechazo de Amadeo a contraer matrimonio con Luciana, el hermano mayor de ésta, Jerónimo Izquierdo, mató a cuchilladas al que podría haber sido su cuñado. Fue el 22 de enero de 1967.
Jerónimo ingresó en prisión y cumplió 14 años de condena. Al salir de la cárcel, se instaló en Barcelona por un tiempo. Aquella muerte del exnovio de Luciana era el primer capítulo de la sangrienta guerra que iban a protagonizar ambas familias. Diecinueve años después de aquello, la muerte miró de cerca a otro miembro de los Amadeos. En 1986, el asesino Jerónimo Izquierdo, con la libertad recobrada hacía unos años, volvió a Puerto Hurraco. Quería cobrarse otra vida de la familia rival. Esta vez buscó a Antonio Cabanillas, de los Amadeos, y lo acuchilló, como ya había hecho dos décadas antes con su hermano.
(Luciana y Ángela Izquierdo. EFE)
Pese a quedar herido grave, Antonio Cabanillas consiguió salvar la vida. Jerónimo Izquierdo quería vengar la muerte de su madre, Isabel, que falleció dos años antes, el 18 de octubre de 1984. La casa que la mujer tenía en el número 9 de la calle Carrera de Puerto Hurraco acabó calcinada con ella dentro a causa de un fuego. Los peritos dijeron que el origen del incendio fue fortuito. Pero los Patas Pelás culparon a Antonio Cabanillas. Jerónimo Izquierdo ingresó en un psiquiátrico el 8 de agosto de 1986. Murió nueve días después. No pudo vengar la muerte de su madre. Sin embargo, lo harían cuatro años más tarde, también en agosto, sus hermanos Antonio y Emilio. Jesús Florencio Cabanillas recuerda cada detalle, por nimio que sea, de aquella noche del 26 de agosto de 1990 y de la madrugada posterior. Es como si tuviera grabada en la mente una película de terror. Tenía 25 años. Había estudiado Económicas. Se había criado en Zarauz (Guipuzcoa), hasta donde sus padres, nacidos en Puerto Hurraco, emigraron en los 50. Ese día se encontraba en el pueblo natal de ellos, donde la familia volvía cada verano para pasar las vacaciones. Sobre las 9.30 de la noche, Jesús Florencio le metió prisa a sus padres, Felicidad y Manuel. Iban a cenar a Esparragosa de la Serena, un pueblo a siete kilómetros de Puerto Hurraco que celebraba sus fiestas locales. Jesús Florencio quería salir ya. “Se nos va a hacer tarde”, recuerda que les dijo mientras charla con este reportero 30 años después de la matanza. Pero un estruendo sordo, seco, hueco, sonó a su espalda. De inmediato, un segundo. Un tercero. Un cuarto. Dos hombres menudos que habían salido de un callejón cercano estaban disparando a dos niñas que jugaban en la calle, Antonia y Encarni. Aquellas sombras estaban a unos 15 o 20 metros de él. El padre de Jesús Florencio, que también estaba fuera de su casa, vio que los autores de los disparos eran dos patas pelás, Antonio y Emilio. Conocía a ambos desde que era un crío.
- Emilio, ¿qué cojones estáis haciendo?, preguntó Manuel a gritos.
Emilio Izquierdo ni le contestó. Encañonó a Manuel Cabanillas, que del miedo se giró y le dio la espalda. Emilio apretó el gatillo de su escopeta recortada. Dejó gravemente herido a Manuel, contable en una empresa vasca y propietario de una correduría de seguros. Varios disparos alcanzaron por la espalda también a Antonio, otro hijo de Manuel, y a su esposa, Felicidad. El chico quedó parapléjico. La madre se recuperó al par de semanas. Jesús Florencio reaccionó rápido cuando vio desaparecer pueblo arriba a los hermanos Izquierdo, que continuaban con su matanza. Metió como pudo en los asientos de atrás de su Ford Fiesta xr2 a Antonia, la mayor de las dos niñas tiroteadas, y a su padre. Jesús Florencio vio que la niña menor, Encarni, estaba muerta. Decidió dejarla en el suelo, tendida sobre un charco de sangre. “En ese momento nadie sabía qué estaba pasando”, explica Jesús Florencio a EL ESPAÑOL. “Me enteraría de todo con el paso de las horas y a lo largo de los días siguientes”. Jesús Florencio Cabanillas llevó a su padre y a la niña hasta el hospital de Don Benito, a 53 kilómetros de Puerto Hurraco. Pisó el acelerador de su vehículo todo lo que pudo. A mitad de camino, mientras circulaba por carreteras comarcales, vio que la vida de su progenitor se estaba consumiendo sin remedio. Al rato de llegar al centro médico, “como a la media hora o así”, le dijeron que su padre había muerto. “¿Y la niña?”, preguntó él. “También”. El joven ya no volvió a Puerto Hurraco aquella noche. Las que sí llegaron de manera escalonada con el paso de los minutos fueron las ambulancias que trasladaban a los heridos. “Era un goteo continuo. Yo flipaba. Un hermano de mi madre, muerto. La madre de la novia de mi hermano, muerta. Mi hermano, hecho polvo, con dos tiros por la espalda. Las postas le salieron por delante. Como te digo, alucinante”. Amanecer del 27 de agosto de 1990. Puerto Hurraco. Las manillas del reloj pasan varios minutos de las 6.30 de la mañana. El día comienza a clarear. Tras cometer la matanza, los Patas Pelás Antonio y Emilio Izquierdo llevan toda la madrugada escondidos en el monte, entre zarzas, higueras y muros de piedra que separan distintas fincas. Puerto Hurraco y los campos del entorno están tomados por alrededor de 80 agentes de la Guardia Civil. Un helicóptero sobrevuela bajo.
(Una imagen de juventud de Blas Molina, guardia civil ahora retirado. Cedida a El Español)
Uno de los agentes es Blas Molina, un jiennense destinado en Villanueva de la Serena desde mayo de 1987. Vive en el cuartel junto a su por entonces mujer y sus dos hijos. La noche anterior lo habían avisado para que se sumase a las labores de detención de los dos hermanos homicidas. De repente, mientras la fuerza de las hélices del helicóptero levantan un remolino de tierra y cañizos de un sembrado de maíz, Blas ve salir de entre la maleza a un hombre que sostiene una escopeta. Está a 10 metros de él. Blas se protege tras un apostadero de piedras. Entre él y sus compañeros lo tiene rodeado. Blas desenfunda y le pide que tire el arma. “Como mueva un poco la escopeta, lo tengo que matar”, piensa en ese instante. “Necesito que me ayude el Señor. Yo no quiero matar a este hombre”. Antonio Izquierdo se resiste a lanzar el arma a tierra. Blas Molina dispara cerca de él en dos ocasiones para intimidarlo. “¡Tira el arma o te disparo a ti!”, le grita. Antonio Izquierdo se rinde y Blas sale en su busca para detenerlo. Un compañero va en su ayuda. Mientras ambos lo conducen a un coche aparcado en el pueblo, el por entonces alcalde pedáneo de Puerto Hurraco, Braulio Nogales, presa de la rabia por la matanza vivida la noche anterior, se abalanza sobre el detenido para clavarle un arma blanca. Blas lo evita interponiéndose entre ambos. Nadie resulta herido. A Emilio Izquierdo, el otro huido, se le detiene poco después. Un joven fotógrafo del diario Hoy de Extremadura, Brígido Fernández, se encuentra a unos 100 metros de distancia de donde se ha detenido a Antonio Izquierdo. Con el zoom de su cámara capta la imagen del traslado. Una instantánea en blanco y negro que pronto dará la vuelta al mundo. En ella se ve al agente Blas Molina empuñando su arma reglamentaria con la mano derecha, que levanta hacia el cielo. Lleva la parte derecha de la camisa por fuera de la cinturilla del pantalón. Se la ha sacado el alcalde pedáneo al intentar acuchillar al asesino. El agente tiene un gesto de dolor en el rostro. Han pasado 30 años de aquello. Blas Molina tiene ahora 66 años. Vive solo en su pueblo natal, Beas de Segura (Jaén). Está jubilado.
Explica a EL ESPAÑOL que ese día le dio un amago de infarto. Lo supo después. “En mi rostro se ve que no miento. Estaba asfixiado. Era como si me recorriera un ardor muy intenso por el pecho. La situación vivida llevó mi cuerpo al extremo”.
⁃ Señor Molina, ¿Antonio Izquierdo le dijo algo cuando lo detuvo o durante el traslado hasta el coche de la Guardia Civil?, pregunta el reportero.⁃ Aquel fotógrafo que inmortalizó la detención de Antonio Izquierdo sigue trabajando en el diario Hoy. Cuenta a EL ESPAÑOL que llegó a Puerto Hurraco poco antes de las doce de la noche del fatídico 26 de agosto de 1990. Acudió junto a dos redactores, Manuel Macarro y Domingo Núñez, un compañero de la sección de Deportes que se encargaba del cierre de la edición. El antiguo corresponsal del Hoy en Castuera, Diego Godoy, les había alertado de lo ocurrido. Los únicos tres reporteros que estuvieron presentes aquella noche en Puerto Hurraco fueron ellos. Pasaron toda la madrugada fumando cigarros Ducados y sentados en un banco de hormigón delante de la casa de los Cabanillas, cerca del callejón por donde salieron los Izquierdo.
(Brígido Fernández, fotógrafo del diario Hoy, tomó la histórica imagen de la detención de Antonio Izquierdo. Celestino Vinagre)
Brígido llevaba una cámara Nikon FA que aún hoy sigue conservando. En mitad de la oscuridad si acaso escuchaban el abrir y cerrar de alguna ventana por la que se asomaba algún vecino. “No éramos conscientes de la gravedad de aquel suceso. Algunos guardias nos dijeron que la cosa venía de muy atrás”, explica Brígido Fernández. Aquel día tomó un total de 15 fotos del traslado de Antonio Izquierdo y de su posterior entrada al coche de la Guardia Civil. Él mismo las reveló esa mañana. “Yo sabía que eran buenas fotos, pero no con ese empuje informativo que iba a adquirir con el paso de las horas y los días”, reconoce tres décadas después. La imagen de los dos guardias civiles llevando casi en volandas a uno de los dos homicidas, el gesto de dolor de Blas Molina, la mirada gacha del detenido… La foto se la compraron todas las cabeceras de la prensa española y dio la vuelta al mundo. Le Figaro, Sunday Times, Globo, The New York Times, Der Spiegel… Brígido ganó con ella siete millones de las antiguas pesetas. Unos 42.000 euros. “Fue la foto con mayor impacto de toda mi carrera. Pero, desgraciadamente, el crimen puso al pueblo en el mapa. Yo ni siquiera lo ubicaba con exactitud y desde entonces me ha acompañado siempre. Aquella masacre metió a Puerto Hurraco en una de las páginas más dolorosas de la España negra”.
(Blas Molina (en el redondel izquierda arriba) y Emilio Izquierdo poco después de ser detenido tras la matanza de Puerto Hurraco, en 1990)
Brígido tiene razón. Pasear hoy por las calles del pueblo sigue siendo una vuelta al pasado. Sus vecinos no quieren hablar del suceso. Aún les duele lo sucedido aquel verano. Los padres de las niñas asesinadas continúan viviendo allí, en una vivienda de la parte alta de la pedanía. También rechazan comentar nada. Como la hija que sobrevivió. Vive en una población cercana, está casada y es madre. El reportero se acerca a su residencia y toca al timbre de su puerta: "Lo siento. Aquello ya pasó", dice una voz proyectada por el telefonillo. "No voy a hablar de aquello. Sufrí mucho". A los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo se les condenó a 684 años de prisión. En la sentencia se dice: "Su inteligencia está dentro de lo normal, hecho que queda corroborado porque eran capaces de manejar un rebaño de unas mil ovejas, tenían fincas arrendadas y poseen, con la crisis que atraviesa el campo, una cartilla de diez millones de pesetas (...). El fallo añade que “perfilaron un plan de exterminio del mayor número de habitantes posibles de la localidad de Puerto Hurraco” y destaca de ellos "un primitivismo cultural y un empobrecimiento afectivo que determina el desprecio por la vida humana". “Los acusados alimentaban sus propias fobias y obsesiones debido a un anormal aislamiento social y a la convivencia en un grupo cerrado (en referencia a todos los hermanos)", prosigue el relato del juez.
(Un vehículo con impactos de postas en la luna delantera. El Español)
La fiscalía y las acusaciones particulares intentaron que se culpara también a Ángela y a Luciana Izquierdo como presuntas inductoras del crimen, idea que aún hoy sigue sosteniendo todo aquel que conoce el caso. Acabaron absueltas por falta de pruebas pero ingresaron en un psiquiátrico de Mérida. Luciana, la que para muchos fue la verdadera cabeza pensante del crimen, murió el 1 de febrero de 2005 en el citado centro médico. Tenía 77 años. Su hermana falleció diez meses más tarde, a los 64 años y en el mismo lugar. El 15 de diciembre de 2006, un año y medio después de la muerte de Luciana - la mujer que en los 60 fue rechazada por uno de los Amadeos- murió Emilio Izquierdo en la prisión de Badajoz, de donde nunca llegó a salir con vida. Tenía 72 años. Su hermano Antonio, que acudió al entierro gracias a un permiso de la cárcel, dijo delante de su tumba: “Hermano, te vas con la satisfacción de que tu madre ha sido vengada", según contó Hoy en su edición del día siguiente. Iba “esposado, mal vestido, cojeando y con un gran esparadrapo protegiendo su oreja izquierda del roce de la patilla de las gafas”. Casi 20 años después de la matanza, en abril de 2010, fallecía Antonio Izquierdo. Se ahorcó con una sábanas anudadas de su celda del módulo de enfermería de la cárcel de Badajoz. Tenía 72 años. Mientras ambos hermanos todavía seguían con vida, Jesús Florencio Cabanillas, el joven que intentó salvar a su padre y a una de las hijas de Antonio Cabanillas llevándolos en su coche hasta el hospital de Don Benito, visitó a Emilio Izquierdo en la prisión.
- Pedí cita con él y aceptó. Llevaba allí unos ocho o nueve años. Ya le había dado un infarto y estaba medio muriéndose, relata Jesús Florencio.
- ¿Qué le contó?
⁃ Dijo que empezaron a disparar a todo el que se movía porque pensaron que la gente se les iba a echar encima. No lo noté arrepentido. Al contrario. Me explicó que tiraban a matar.
⁃ Ya saben: apuntando a la cabeza o al corazón.
Es el final del reportaje de El Español. Mañana, treinta años más tarde, es posible que sean muchos los medios de comunicación que vuelvan a rememorar este triste episodio de la España negra que nuestro compañero casi vivió en directo en 1990. Y ojalá que jamás, ni por estos lares ni por ningún otro, tengamos que volver a reflejarlos.