Lo malo de los discursos vacíos y de los lugares comunes es que pueden confluir en ellos seres de la más diversa condición. Allí están los que han hecho de la tibieza un arte, de la indefinición un oficio y del color gris el rey del espectro; ese ser no siendo - o no ser siendo - tan dúctil y escurridizo para las convicciones como el relativismo moral.
La equidistancia fue la seña de identidad de quienes en los años del plomo no querían reprobar los asesinatos terroristas. Para ellos, los criminales etarras huidos y muertos en los controles de identificación policiales, eran tan víctimas del terrorismo como las cinco niñas de la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza.
A la grosería de ese discurso, solía acompañar una suerte de displicencia ante el dolor de los inocentes asentada en la tranquilidad de que ninguna de esas balas llevaba su nombre, ni había una bomba lapa preparada para hacer estallar su coche con ellos dentro y con quienes en esa mala hora hubieran tenido la desgracia de acompañarles: esposa, hijos, guardaespaldas o un amigo al que recogieran camino del trabajo. El destino, siempre caprichoso, juega muchas veces con cartas marcadas.
Viene todo esto al hilo de la incalificable actitud de algunos colectivos respecto de la violencia machista. Se agotan las palabras para describir el discurso de Vox en casi cualquier materia que abordan, no voy a perder el tiempo porque se califica solo y se califican solos. Lo que no creo que hayan valorado en su justa medida es que su tibieza frente a la violencia de género los sitúa en el lado de los maltratadores. No condenar los atentados machistas junto con el resto de fuerzas políticas del ayuntamiento de Talavera de la Reina (igual que en el resto de España) es injustificable. Y cada argumento para intentar razonar su postura es un remache más en su descrédito.
El portavoz local de Vox ha declarado que apoyan y se preocupan por todas las víctimas y que estarán siempre a su lado, “pero sin género ni condición a pesar de que recientemente se ha superado el millar de mujeres muertas a manos de sus parejas sentimentales, mientras que de hombres asesinados por sus mujeres apenas hay cifras...” . Decir esto es tanto como no decir nada. ¿O quizá sea decirlo todo?
Una comparación, por demás, insostenible si lo que se pretende es mezclar los casos aislados de hombres víctimas de violencia por parte de mujeres - que los podrá haber pero ni de lejos se pueden aproximar a las mujeres muertas por la violencia machista – y situar dichos sucesos excepcionales en condiciones de igualdad respecto del abuso de poder que determinados hombres ejercen sobre las mujeres. No hay comparación posible porque no solo hablamos de mujeres muertas, sino de muchas más mujeres invisibles, sometidas, humilladas, anuladas, relegadas, condenadas al olvido de una vida vacía y triste a la sombra del hombre que las golpea en silencio, cada día, como la gota del martirio, en un mar de oscuridad difícil de imaginar.
La igualdad de la que habla nuestra Constitución en los artículos 9 y 14, implica la puesta en marcha de los mecanismos legales necesarios para que ésta sea real. Es decir, al igual que la lucha contra el terrorismo, la lucha contra la violencia machista exige militancia aunque no expida carné y compromiso, porque si los agresores son siempre los mismos, las víctimas también son siempre las mismas. Por eso no es posible situarse en el fiel de la balanza con la venda en los ojos, porque esa ceguera no es de justicia sino de tolerancia. Y desde siempre, el mensaje de quienes estamos comprometidas en la lucha contra la violencia machista es claro: tolerancia cero con el maltrato porque otra cosa nos convierte inevitablemente en cómplices.
Quienes están con las victimas dan la cara y se manifiestan, otros dan la espalda con toda la carga de significado que ello implica. Si además los que miran para otro lado son representantes públicos, tenemos ante nosotros el mejor indicador del nivel de miseria moral al que ha llegado una parte de la política española.
Juana Lorite