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Opinión: Lo posible y lo imposible

Opinión: Lo posible y lo imposible
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viernes 12 de febrero de 2016, 19:06h

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A los pocos días de las decisivas elecciones celebradas en Italia en abril de 1948, saldadas con el apabullante triunfo de la democracia cristiana y una considerable derrota de socialistas y comunistas (305 escaños frente a 183, de un total de 574), un diario de Milán publicaba este anuncio: “Se ha escapado un loro que acostumbra a gritar ¡Viva Stalin! El abajo firmante no participa en grado alguno de las ideas políticas del loro. Mario Faustino. Vía Cavour, 27”. Ante aquél aluvión de votos, Attilio Piccioni, Secretario político del Partido Demócrata Cristiano, exteriorizó su gratísima sorpresa: “Deseábamos que lloviese pero no pensamos que granizase”. El curso de los acontecimientos marca el devenir de las naciones por los senderos de la Historia. Todos los pueblos han conocido a su vez éxitos y reveses. En la manera que tienen de reaccionar es donde se muestran grandes o débiles. Aquella Italia postfascista que comenzaba a reconstruir su sistema democrático de libertades estuvo a punto de caer del otro lado del telón de acero en donde, precisamente, Stalin ansiaba con impaciencia atraparla. Para el tirano soviético aquello fue un imposible. Sobre la dificultad de distinguir lo posible de lo imposible relata Sebastian Haffner en Historia de un alemán que 1923, el año del putsch de Hitler, Alemania se preparó no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantástica, desmedidamente cínica, alegremente nihilista. Surgió aquello que confirió a los nazis su rasgo más delirante: esa locura fría, esa determinación ciega, imparable y desaprensiva de querer lograr lo imposible, la idea de que justo es lo que nos conviene y la palabra imposible no existe.

En la España del momento, mentes caracterizadas por un rasgo muy acusado: la ambición de poder, se topan con dificultades para siquiera atisbar que lo imposible no puede ser. Son presa de cierta insolencia, mezcla de un extraviado escepticismo y un optimismo incauto, que nubla el entendimiento aún mas despierto y genera esa confianza alegre y presumida de quien se cree con capacidad para domesticar a la fiera sin ver el peligro de que puede ser devorado por ella. Llevamos tiempo oyendo términos como separatismo y lucha de clases; nada nuevo. Ya fueron voceados durante la II República, antesala de la gran tragedia nacional. Se antoja difícil acompasarlos a la dinámica de un país constructor de Europa que goza de prestigio exterior reconocido, dispone de compañías multinacionales con presencia en gran parte del orbe, cuenta con un robusto tejido de pequeñas y medianas empresas y un renovado ámbito financiero, que potencia nuestro crecimiento, sin olvidar que disfrutamos de una de las mejores redes mundiales de infraestructuras y de un consolidado Estado del bienestar. Si Pedro Sánchez quiere gobernar España está abocado a aliarse con formaciones anticonstitucionales. Con una ultraizquierda que como la ultraderecha de los años ochenta también quiere dinamitar el régimen de Monarquía parlamentaria, y con un independentismo que persigue trocear la nación. Ambos tienen como objetivo borrar de la faz nacional la Constitución de 1978. No es moral pasar bruscamente del fanfarroneo antisistema al disimulo socialdemócrata sembrando la convivencia de falsedades y contradicciones por vivir aparatosamente fascinado por las injusticias de la revolución bolivariana. Tampoco quienes se autoproclaman representantes fidelísimos de la catalanidad y del seny pueden pretender ahora que les saquen las castañas del fuego cuando son ellos quienes han prendido el fuego y echado en él las castañas. Si Sánchez sabe sobradamente que un camino carece de salida, prestarse a andarlo y desandarlo de manera atolondrada es hacerle el juego al adversario, siempre dispuesto a un montaje de comedia burda que apenas puede sostenerse. Sería comprar, a lo sumo, su gloria personal para un día hipotecando la prosperidad colectiva para los años venideros. Darse cuenta a tiempo puede ser la mejor manera de asegurar la dignidad propia y la bonanza ajena.

Estamos en una época en la que abundan las apologías de la traición en todas sus manifestaciones, sea a altos ideales, sea a la naturaleza del ser humano. Entre tanto, nada gana la paz social, máxime cuando hay quien atiza las discordias exagerando la contraposición de los intereses; al contrario, los espíritus se cargan de amargura, desolación y rencor, creando un clima inhóspito para la estabilidad y la concordia. Ninguna política noble se construye sobre supuestos de egoísmo partidista. A pesar de pertenecer a orillas diferentes, populares y socialistas se encuentran hoy más cerca que nunca en esa inaplazable misión de lograr que los españoles sigamos agrupándonos sin rivalidades ni odios en el hogar común y próspero que es España. La política ha de perseguir esa necesaria armonía futura de la sociedad española que proporcione benéficos resultados sin estorbar ni enturbiar la actividad directamente humana. Eso parece posible. Lo imposible sería hallar un loro habituado a exclamar ¡exprópiese y rómpase España toda!

Raúl Mayoral. Abogado.

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