A unos y a otros razones no les faltan, pues en la región un 26,4% de niños y niñas se encuentran en situación de riesgo de pobreza; y casi un 33%, es decir, uno de cada tres niños se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social, según los umbrales de riesgo de pobreza1 de esta comunidad autónoma.
Desde una aproximación analítica simple, resulta incuestionable que cuando alguien no puede satisfacer una necesidad tan primaria y vital como es la alimentación (o cualquier otra necesidad básica), la respuesta oportuna es proporcionarle los medios necesarios para satisfacerla de forma inmediata. Debe destacarse, por tanto, la necesidad imperiosa y urgente de disminuir los niveles de pobreza infantil existentes para reducir su impacto en las condiciones de vida de niños y niñas. Ahora bien, creo que es necesario resaltar que los niños y niñas son pobres porque lo son sus familias, sus progenitores; por lo que la cuestión no se refiere tanto a la pobreza infantil como a la pobreza de las familias con hijos. En este sentido, es necesario distinguir dos tipos de situaciones:
En el momento actual es muy probable que muchas familias, víctimas de la situación socioeconómica, vean trastocado su proyecto de vida, se vean afectadas por el desempleo o empleo precario y sufran consecuentemente una situación de vulnerabilidad y pobreza económica que les dificulte disponer de los medios suficientes para satisfacer sus necesidades básicas. La única respuesta posible es proporcionarles los recursos necesarios para facilitar a los adultos responsables el desempeño de sus roles parentales de protección. Y esto es importante hacerlo con la máxima rapidez y discreción, evitando proyectar hacia el exterior las frustraciones y necesidades particulares del grupo familiar. La intimidad y el respeto ante las dificultades y el sufrimiento ajeno es un valor fundamental que, en cualquier caso, hay que respetar, preservar y defender.
En segundo lugar, es posible también la existencia de familias y consecuentemente de menores, que se encuentren en situación de riesgo, no sólo por el factor económico, sino por otras circunstancias y causas diversas de índole social, personal, relacional o comportamental y que en su conjunto configuren situaciones de exclusión social o de alto riesgo de padecerla. En este caso la cuestión es bien distinta a la anteriormente descrita, tanto por su complejidad como por la intensidad en la intervención profesional de carácter psicosocial. Si el grupo familiar ya dispone de una valoración diagnóstica y se conocen los factores que están configurando la situación de riesgo o de exclusión social, sería deseable que dispusieran consecuentemente de un programa de intervención integral, temporalizado y por objetivos, tanto para los elementos individuales del grupo familiar como para el grupo en su conjunto. Y que estuvieran por tanto en una situación de intervención social controlada que, como es lógico, debería de contemplar la satisfacción de las necesidades primarias de los hijos y, si fuera necesario, a través de un entrenamiento de las funciones del rol parental en el espacio de convivencia familiar, entre otras cuestiones de mayor complejidad técnica. Aplicándose igualmente (y si cabe con mayor motivo) el mismo principio citado anteriormente de preservación de la intimidad y respeto a la dignidad de las personas, así como el debido secreto profesional. En estos casos, tanto los comedores, como el pago de alquileres, como de recibos de hipotecas u otros conceptos de gasto de tipo económico, cubriría sólo una mínima parte de las necesidades familiares; nada que ver con la realidad multifactorial que define a las situaciones de exclusión social y que requieren, como ya se ha dicho, de un abordaje profesional de carácter integral.
Hay que aclarar al respecto que la pobreza y la exclusión social son dos realidades diferentes que no siempre están relacionadas. La pobreza hace referencia a la falta de medios económicos en un periodo de tiempo para satisfacer las necesidades básicas. La exclusión social, sin embargo, se refiere a una realidad en la que intervienen factores de diversa índole: personal y relacional, el desempleo prolongado, la ausencia de soportes o redes familiares, aislamiento social, discapacidad o dependencia severa, enfermedad, etc; así como las interrelaciones entre estos y otros posibles factores. En cualquiera de los dos casos, la Administración debe asumir su responsabilidad de primer actor promoviendo y garantizando los recursos y medios para diseñar, a través de los profesionales del sistema de servicios sociales, una estrategia y planificación adecuadas que garanticen diferentes modalidades de intervención y acompañamiento familiar, individualizados y adaptados a cada caso y situación en función de su grado de exclusión social o riesgo, bien sea por factores socio económicos u otras causas.
Si la causa de la dificultad es la falta de recursos económicos, el empleo normalizado constituiría la mejor alternativa; pero si esto no es posible, se han de garantizar unos mínimos económicos mensuales y suficientes que permitan la satisfacción de las necesidades en el propio medio familiar, como espacio natural de socialización. Si las causas que originan la necesidad son más complejas, se ha de garantizar una intervención profesional de calidad que facilite la superación de las dificultades personales, que promueva y facilite la modificación de las interacciones y dinámicas familiares; así como la puesta en marcha de recursos de apoyo que refuercen la intervención individual/familiar mediante el acceso de las personas en situación de exclusión a espacios normalizados de convivencia y socialización (espacios de aprendizaje social, centros de convivencia, escuelas de padres, grupos de autoayuda y socio-terapéuticos, etc). Todo lo demás se puede quedar en mero discurso.
Las situaciones de pobreza y de exclusión social han de hacerse visibles y manifiestas en su intensidad mediante estudios y datos rigurosos que representen la realidad de personas y familias. Simultáneamente, desde las Administraciones Públicas responsables, han de promoverse acciones planificadas e integrales, dirigidas a intervenir con la población afectada y a actuar sobre los factores que están en el origen o que conforman estas situaciones. De nada sirve simplificar la acción social mediante respuestas parciales, sin ninguna planificación y por tanto aleatorias, poco rigurosas y con objetivos de dudosa eficacia.
1 Encuesta de Condiciones de Vida 2013 (INE)
Javier Sebastián
Trabajador social. Sociólogo/psicólogo social.