NUESTRA GENTE

La Naturaleza invisible

REPORTAJE

Por Miguel Ángel Cedenilla - ARDEIDAS, biólogo especializado en Biología de la Conservación y Gestión de Espacios Naturales Protegidos

LVDT | Domingo 24 de marzo de 2024

Como Homo sapiens, tenemos una forma casi única de percibir la Naturaleza y es mediante la vista. Algo que está en consonancia con nuestra historia evolutiva del primate que somos. Captamos e interpretamos la realidad principalmente por imágenes.

Aun así, tenemos otras fuentes de percepción menos intensas, pero efectivas que nos ayudaban en la supervivencia. Y puede que ahora, con esta vida tan alejada de la Naturaleza, las tengamos adormiladas o atrofiadas. Aún así, todavía existen humanos que, al igual que nuestros antepasados, son capaces de usar los cinco sentidos y hasta alguno más que ni siquiera imaginamos. Pero cada vez son menos.

En la Natura existen un sin fin de señales, circuitos, códigos y mensajes cifrados que funcionan con más intensidad que lo visual. Lo malo es que escapan a nuestra percepción sensorial porque son invisibles, intangibles o crípticos.

Ahora que inauguramos una nueva primavera, si nos aventuramos a dar un paseo por un bosque o dehesa de los magníficos alrededores de Talavera, por las riberas del Tajo o, incluso, por los mismos jardines del Prado si ya están disponibles, no todos somos conscientes de las sensaciones que nuestros sentidos están recibiendo. Pero afortunadamente siguen ahí, activadas, recordándonos nuestra condición animal, capaz de interaccionar con otras especies y con el medio que nos rodea. Si podemos captar los aromas de la foresta, el canto de los pájaros o el golpe emitido por una bellota al caer al suelo, las señales atávicas que nos está mandando la Naturaleza, es que todavía no está todo perdido.

Aunque seguramente muchas de ellas pasen desapercibidas porque no caminamos en silencio, con los sentidos alertas. Opuestamente, por la nueva deriva de nuestro campo de percepciones actuales, habremos desarrollado un moderno instinto que, en el pasado reciente, equivaldría al chasquido de una rama o incluso al leve crepitar cuando pisamos una hoja seca. En menos de una fracción de segundo, reaccionaremos al sonido de llamada de nuestro teléfono móvil, al casi inaudible aviso de un mensaje de WhatsApp o, más aun, a la vibración en el supuesto de que hayamos tenido la delicadeza de ponerlo en silencio. Para esto, hemos desarrollado la destreza de mantenernos tan alerta como un lince o un jaguar.

Pero volviendo al bosque, la percepción que más puede estar influenciándonos sin que seamos conscientes de su valor terapéutico, de su activación cerebral para desatar hormonas de la felicidad, es el olor. Mejorando el planteamiento, pues podemos también recibir aromas desagradables que despertarían otras reacciones, como alarma y miedo, me referiré a las fragancias agradables. Sí, para nosotros, Homo urbanusdigitalis, estos efluvios nos aportan impagables beneficios para nuestro bienestar, la salud y que volvamos de la mano de nuestra pareja en un acto inconsciente de pletórica satisfacción. ¿Por qué nos gusta perfumarnos? Egoístamente, podemos decir que para esto son necesarios los bosques.

Pero esto es solo una pequeña contribución de los aromas dentro de un bosque. Lo fundamental, es que casi son el sostén, el catalizador de la red de interacciones entre especies de este ecosistema. Las plantas y los árboles, sin meternos en la comunicación subterránea, emiten estos efluvios para comunicarse entre ellas, tanto para mandarse avisos de alarma ante un peligro inminente, como para atraer a los polinizadores y a los dispersores de semillas, bien a través de sus flores o mediante coloristas, carnosos y olorosos frutos. Graciasa estos aerosoles que fluyen por la atmósfera forestal, se desarrolla la mayor función ecosistémica para la reproducción, sostenimiento y ampliación del bosque, de la vida. Los polinizadores, principalmente insectos, atraídos por los perfúmenes que emiten las plantas, visitan cada flor, el órgano reproductor del mundo vegetal, con el premio de recibir un trago de nutritivos azúcares. Así van fecundando a otros congéneres dispersos por el bosque en un intercambio de gametos. De esta orgía de la fertilización, se desarrollan los frutos que contienen las semillas, que atraena los glotones del bosque, que van dispersándolas con sus excrementos, de las que surgirán más plantas.

Sin embargo, este vital proceso natural está siendo perturbado en los mayores y tan necesarios bosques del planeta. Una española, Ana María Yánez, científica del Centro de Investigaciones Ecológicas y Aplicaciones Forestales lleva muchos años estudiando el efecto del cambio climático y la deforestación de la Amazonía en los aromas. Sólo en el agosto pasado se han quemado 2,5 millones de hectáreas de selva que se suman a la ya inmensa superficie arrasada en los últimos años. Tal ignominia, sólo para satisfacer las exigencias del mercado alimentario del cultivo de soja y la industria cárnica, está provocando la pérdida de los aromas del bosque tropical. El fuego hace que las plantas emitan mensajes de estrés y alarma en un coctel de nuevos olores que los insectos polinizadores no reconocen. Y la alteración mundial del clima está ocasionando un aumento del Ozono troposférico que reacciona con estos compuestos volátiles modificando y destruyendo su composición.

Como consecuencia, los insectos están dejando acudir a la llamada olfativa, cortando la cadena de fertilización, uno de los múltiples procesos naturales necesarios para el mantenimiento de la biodiversidad y la funcionalidad del ecosistema amazónico y, por tanto, una importante parte de la circulación climática del planeta.

Un fuego destinado a destruir la selva en virtud de una economía especulativa de la industria agroalimentaria que nos introduce en una espiral autodestructiva que tendrá unas consecuencias devastadoras.

Por eso, cuando vayan a un bosque, desconecten el móvil, estimulen su pituitaria y disfruten del espectáculo con todos los sentidos alerta. Inspiren y huelan la sublime fragancia de la vida.

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