Si hace siete días les proponía pensar que vivimos tiempos raros, esa rareza crece minuto a minuto y el mundo se ennegrece, se va distorsionando y se enquista sobremanera.
Cada informativo de radio y televisión, cada portada de diario digital se abre con un bombardeo en Oriente Medio, una muerte violenta o una salida de pata de banco del primer iluminado -o iluminada- que quiere conseguir su minuto de gloria.
Hoy, ese día en que uno ya no sabe qué pensar, qué decir o con quién hablar, sólo la estupefacción envuelve mis pensamientos.
Y es que, en vista de que últimamente proliferan los todólogos, de cara y anónimos; esos especialistas en todo pero en nada. Esos que se han probado todos los zapatos del prójimo.
Hoy me atrevo a reproducir unas sabias, elocuentes y lapidarias palabras de alguien a quien siempre admiré en esta cosa del periodismo.
No estoy aquí para dar lecciones.
No soy juez ni la conciencia de nadie. Mucho menos el verdugo.
No soy una bandera ni una biblia, ni una constitución.
Soy sencillamente un hombre. Un hombre que, en vista de que no puede cambiar el mundo, procura, al menos, que el mundo no lo cambie.
Entre mis sueños no figura ni la gloria ni el poder.
No he venido a prometer el paraíso. No he venido a redimir al hombre.
No soy más que nadie… ni sé más que nadie.
Soy lo que soy y sé lo que sé y con eso me basta.
En realidad estoy tan confundido… como tú.