OPINIÓN

El abuelo errante y su nieto

DUERMEVELA 3.0

Artículo escrito por Raúl Díaz

Raúl Diaz | Miércoles 25 de mayo de 2022

No lean esto si son republicanos. No es porque quien esto escribe sea especialmente monárquico, pero, aún, mantengo una buena memoria que me permite opinar.

Grandísimo revuelo se ha agitado con la vuelta momentánea y súbita de Juan Carlos I a las tierras en las que fue jefe del Estado durante nuestra todavía reciente, aunque consolidada, democracia. Y no fue ni un día ni dos, ni siquiera como el desaprovechado e insólito reinado de Amadeo de Saboya. Su permanencia en el trono de 39 años habla a las claras de cómo el “laissez faire, laissez passer” de Vincent de Gournay devolvió la creencia en sí mismo del pueblo español.

No quiero milongas. Un personaje que pasará a la Historia como páter de la Transición Española no merece un final irrespetuoso. Cierto es que su conducta no ha sido la correcta. Ni matrimonialmente ni personalmente en muchos de sus aspectos. Sobre todo en lo que más se le reprocha: la aceptación de donaciones de extranjeros. Aunque todo eso no fuera más que una comisión por servicios prestados. Que, por cierto, la Fiscalía estatal ha dejado claro no es constitutiva de delito en España.

Juan Carlos I no dijo ni “mú” haya gobernado UCD, PSOE o PP en este país. Firmó todo lo que se le ponía por delante, obligatoriamente, estuviera o no de acuerdo. Como jefe de Estado no tiene reproche en el aspecto político, Ejerció una labor pasiva en lo institucional y representativa nacional e internacionalmente. Punto.

Ahora, tras su retiro para no ser centro del escenario, veo al abuelo errante abrazarse en Pontevedra con su nieto Pablo Urdangarín, jugador de balonmano, y lamento que no pueda normalizarse su relación. El chaval, deportista y educado, hijo de un condenado por prevaricación y no sé cuantas cosas más, le dedicó a su abuelo lo que todos desearemos tener: cálidos abrazos, confidencialidad intergeneracional y muestras de cariño.

Me causa cierta indignación que todos estos políticos que no vivieron la noche del 23-F en 1981 salgan a la palestra a “exigir cuentas” a alguien que peleó por que las instituciones en las que ahora están acomodados se mantuvieran y se desarrollaran. Como así ha sido.

Relato la edad de algunos y algunas que estaban jugando con barbies, cochecitos, legos y otros juguetes varios de la época (o no habían nacido):

Ada Colau (6); Pablo Echenique (2), residiendo en Argentina; Pablo Fernández (4); Ione Belarra (0), nacería 6 años más tarde; Isabel Rodríguez (0), nació tres meses después de la intentona del golpe. Alberto Garzón (0), faltaban cuatro años aún en las gónadas de sus padres para ser concebido.

Me dejo muchos/as por no continuar investigando.

Pero, ¿esta gente sabe realmente de la que nos libró el Rey emérito aquel día? Coño, que yo tenía casi 16 y sabíamos de qué iba la cosa. A mí no me deis lecciones de Historia reciente, amiguetes. Que vi el miedo, el estupor, la incertidumbre, la ansiedad, el ruido de sables, las caras atemorizadas de los mayores hasta que se deshizo el entuerto con la declaración televisiva nocturna contra el golpe del 23-F de ese abuelo errante que tanto se denuesta ahora.

Por eso, cuando visiono el vídeo de Juan Carlos I y Pablo Urdangarín dentro de una amable relación abuelo-nieto, observo con atención cada secuencia y percibo el dolor contenido del emérito, evitando emocionarse ante la debida marcha de un polideportivo al que le costó trabajo llegar para medio minuto de intercambio de palabras y muestras de afecto con el joven Urdangarín.

Quizá porque mi padre, que trabajaba todo lo que podía y un poco más, sólo pudo visitarme una vez jugando un partido de fútbol sala en el derruido Polideportivo de La Alameda. Quizá porque, de no haber sido diseñado con unas gradas tan altas, me habría gustado abrazarme a él también, como Pablo Urdangarín a Juan Carlos I.

Quizá, todo esto es correlativo a que me estoy volviendo viejo.

Raúl Díaz Gutiérrez

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