Crónicas de Stockman
Moisés de las Heras | Miércoles 23 de abril de 2014
Un hombre miraba desde su seco y ajado jardín de soledad el hermoso verde que se extendía por el predio vecino. Siempre quiso estar allí. Allí es el jardín confortable. Allí es el jardín hermoso, donde el otro disfruta con sus perros, su familia, sus hijos, su paz. Siempre quiso ese hombre viajar al jardín verde ajeno, pero entre ambas casas había un abismo helado.
De jardín a jardín, el hueco de la nada. Pero tenía que viajar, que abandonar su estepa amarilla y llegar allí, donde sería feliz.
Un hombre miraba desde su seco y ajado jardín de confort, familia e hijos el hermoso jardín que un día perdió de soledad y libertad. Desde allí se veía. Cada vez que tenía que llevar a sus hijos a montar en bicicleta por el rasposo jardín de su propiedad veía, allí enfrente, a un abismo de distancia helada, al hombre verde de la soledad y la frondosa libertad absoluta.
Y ocurría que ambos hombres se miraban con envidia. El solitario quiso ser feliz con una familia. El hombre familiar, libre. Y en medio del espacio se dieron la mano. Posaron ambos un pie en el vacío y se dieron cuenta de que podían flotar si se apoyaban el uno en el otro. Y los dos giraron en el abismo en un vuelo, en un baile mutuo donde, de pronto, cada cual se halló en casa del otro. Ambos intercambiaron sus jardines y ambos vieron que desde allí se veía su propio jardín que abandonaron, ahora más verde, más reluciente, donde ahora vivía un hombre extraño, un hombre triste, que no era él. Y vieron que el nuevo jardín adoptado era más seco y más estéril que aquel que abandonaron. Porque desde el otro lado todo parece mejor. Porque a ambos les había deslumbrado el espejismo que provoca el sol en los jardines.
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