El primero de mayo de 2020 España se despertaba con la recién estrenada la Fase 0 de la desescalada. Atrás quedaban los tres meses más difíciles de nuestra historia reciente, a causa de una terrible pandemia cuyo precedente más cercano lo encontramos en la epidemia de gripe de 1920, que provocó 40 millones de muertos en todo el mundo.
Ante esta perspectiva, tampoco este año parecía posible plantearse un 1º de mayo tal y como se conocía hasta ahora, con movilizaciones multitudinarias en la calle y manifiestos públicos de las centrales sindicales. Una fiesta del trabajo que, sin embargo, por mucho que algunos se empeñen en enterrar, es necesaria para recordar que la lucha por los derechos de los trabajadores sigue más viva y es más necesaria que nunca.
Desde determinados sectores conservadores es recurrente, llegada esta fecha, fomentar el descrédito hacia los sindicatos alentado por los actos poco edificantes de alguno de sus miembros. No deja de sorprender que ese razonamiento surja de organizaciones que han practicado la corrupción sistemática, a solas o en compañía de otros, sin que jamás se hayan cuestionado su propia legitimidad institucional.
A diferencia de ellos, comparto la opinión de Cándido Méndez cuando al despedirse como secretario general de la UGT, dijo que la acción sindical es como el aire que respiramos, que “prácticamente nadie lo nota, salvo cuando falta”. En esta pandemia hemos podido comprobar las consecuencias perniciosas del aire viciado, cuyo efecto en sitios cerrados es tan venenoso para el cuerpo, como determinados discursos políticos lo son para el espíritu democrático.
Una de las acciones más sencillas y efectivas contra el coronavirus es abrir puertas y ventanas para que la corriente se lleve las miasmas con viento fresco. Es exactamente lo mismo que tenemos que hacer este primero de mayo: si queremos empezar a limpiar el mercado de trabajo de los efectos nocivos de generados por los artífices de la última reforma laboral (2012), abramos postigos y celosías y que corra el aire.
Desde la primera gran reforma de 1984, pasando por las de 1994, 1997, 2001 y 2010 – y sólo enumero las de mayor calado - lo único que se ha conseguido es reducir los derechos de los trabajadores, precarizar cada vez más el empleo y empeorar las condiciones de trabajo. Decir que la reforma de 2012 dinamitó los pilares del Estado Social, con el pretexto de acabar con la rigidez del mercado laboral y favorecer el empleo estable, no es opinable: es un hecho.
Porque si bien las anteriores se quedaron muy lejos de esos propósitos compartidos de forma sucesiva, la emprendida por la ministra Báñez – que hasta ese momento no había conocido ningún empleo fuera de la sede del PP - tuvo el dudoso honor de traer a España una nueva clase social ya conocida en la América anterior a la Gran Depresión, la de los trabajadores pobres (traducción impropia del término working poor, aunque esta cuestión es objeto de otro artículo).
La flexibilización del mercado laboral, que es la madre de todas las reformas y la permanente solución de la derecha para combatir el desempleo, no es más que un eufemismo usado para enmascarar el despido libre, dejando además sin resolver los viejos problemas laborales: precariedad, temporalidad, inseguridad, inestabilidad, indefensión y sexismo... y todo ello sin ánimo de ser exhaustiva.
Se cuentan por decenas los estudios – sirvan por todos los del profesor Alfonso Mellado – que han puesto de manifiesto que la flexibilidad que realmente necesita nuestro mercado de trabajo no es la que facilita la entrada y salida de la empresa, sino la llamada flexibilidad interna, entendida como la capacidad de adaptación de la fábrica o negocio a las oscilaciones económicas, donde ambas partes, empleadores y trabajadores, acuerdan amoldar las condiciones de trabajo a las circunstancias económicas de cada momento. Esto que se lleva pidiendo desde hace lustros por las fuerzas progresistas, ya lo han puesto en marcha motu proprio decenas de empresas españolas este último año, consiguiendo evitar el ERE, el ERTE o el cierre de la empresa debido a la caída de la actividad productiva causada por la pandemia. Es sólo un apunte, aunque ése es el camino.
Hay pendiente una gran reforma laboral, cuyas medidas deberían ir en la línea de evitar que la crisis ahonde todavía más en la precarización del empleo, la reducción de los derechos sociales y la regresión de las condiciones de vida y trabajo. Este primero de mayo debemos recordar que sigue pendiente esa reforma que cambie el modelo productivo, facilitando la modernización de las empresas para hacerlas más competitivas. Una modernización que pasa, ineludiblemente, por la cualificación profesional de la mano de obra. Para ello es necesario que las autoridades laborales, al amparo de la legislación vigente, adopten las medidas necesarias para que las empresas dediquen esos recursos que nominalmente se asignan a la formación de los trabajadores, a tal propósito.
Una reforma que priorice la innovación, la especialización y los procesos de calidad. Que exija el cumplimiento íntegro y riguroso de la normativa de prevención de riesgos laborales, sancionando con todo el rigor de la ley – administrativa y penal - a los infractores.
Una reforma que humanice el mercado y devuelva la dignidad arrebatada a los trabajadores. Que promueva la creación de empleos acordes con la letra y espíritu del artículo 35 de la Constitución Española, al regular que los españoles tienen derecho “a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”.
No puedo finalizar, sobre todo cuando la Constitución me ha dado pie de una manera tan sutil, sin referirme, aunque sea de forma breve, a la cuestión de la desigualdad de género en el trabajo. Causa sonrojo enumerar, año tras año, los problemas a los que se deben enfrentar las mujeres trabajadoras prácticamente desde su incorporación al mercado laboral, sin que se hayan producido avances significativos en los últimos treinta años.
Las mujeres son las que más trabajan a tiempo parcial, las que sufren el acoso sexual, las damnificadas por la brecha salarial (ganan, por término medio, un 24% menos que sus colegas masculinos), las que desempeñan ocupaciones relacionadas con los roles de género, las que dejan de trabajar tras el nacimiento de sus hijos, las que acceden a menos cargos de responsabilidad y, cuando lo hacen, es porque han demostrado el doble de cualificación y aptitudes que los hombres que optaban al mismo puesto.
Las desigualdades de género son la consecuencia de una división sexual del trabajo tan desfasada, que no se sostiene de ninguna manera, porque se fundamenta en pautas y costumbres que ya eran antiguas cuando nacieron. Los tiempos en que determinadas tareas eran consideradas femeninas (a modo de muestra: la asistencia y cuidado de personas) suenan hoy tan fuera de lugar que nadie en su sano juicio puede defenderlas. Por eso tampoco se entiende que la relación de agravios a los que se enfrenta la mujer trabajadora sea inmune al paso del tiempo.
Esta reforma, de la que es acreedora la mujer trabajadora, es tan urgente como la legal sólo que mucho más compleja, porque se trata de cambiar la mentalidad de un sector de la sociedad nada desdeñable. Mirando a determinadas fuerzas políticas ultramontanas, caemos en la cuenta de la ingente labor que tenemos por delante.
El lema del primero de mayo de este 2021 es Ahora Toca Cumplir. Se ha formulado pensando en tantas trabajadoras y trabajadores a los que hemos aplaudido y reconocido a lo largo de este último año, con la vista puesta en que esos aplausos se transformen en medidas concretas: condiciones dignas de trabajo, salarios acordes con la realidad económica, igualdad de trato, prevención de riesgos laborales, etc.
Salgamos pues a la calle, si es que podemos hacerlo, y hagámoslo siguiendo las indicaciones de las autoridades sanitarias. Manifestémonos por todos los medios posibles y pidamos que se cumpla con los héroes de la pandemia. Ellas y ellos son los mismos a los que aplaudimos todas las tardes durante el confinamiento y a quienes reconocimos en los premios Ciudad de Talavera. Cumplamos con todos, pidiendo unas condiciones de trabajo dignas al amparo de una nueva legislación laboral que supla la vigente, ampliamente superada por los acontecimientos. Si de los aplausos no pasamos a los hechos, su sacrificio habrá sido en vano y cometeremos el peor de los agravios: deshonrar su ejemplo y su memoria.