Raúl Diaz | Lunes 26 de octubre de 2020
Cuando uno llega a conocerse a sí mismo, sabe cuál es su puesto en el pedestal de la vida. A mí, pobre y triste escribidor, sé que la vida me deja en el sitio en el que merezco. No llegaré nunca al lugar de mi querido Alvite (¡Dios! ¡Qué pena no haberte conocido!) y como bien decías moriré ‘con la poética convicción de que en el peor naufragio incluso el fondo del mar es tierra firme’.
Nunca, como Alvite, he sido constante. Por eso, en las noches que él se cercenaba la autoestima en el Savoy yo era más discreto y hacía lo propio, pero en lupanares donde escuchaba a las mujeres su trágico trayecto vital hasta ese lugar. Solo y confundido salí la noche en la que una rubia poco agraciada pero amable me dijo que su marido había caído en el rellano de la escalera muerto por una cirrosis aguda que no sabía cómo acatar. Los que aún olemos a tinta de periódico sabemos que estábamos enamorados del amor, de una idea que fraguamos con insistencia demencial, aunque conocíamos el resultado de la resignación, de una mala pieza que no podríamos exhibir.
Exonerado de las obligaciones vitales que nos inculcan desde que somos niños, he llegado a la conclusión de que si uno se recuesta en su memoria y apoya su cabeza en el cojín del olvido y la mediocridad termina reconfortado. No aspiro a más.
Ya no busco la tierra firme de Alvite en el fondo de mar. Mis pies, mojados por unas aguas cristalinas en el mar caribeño, eran tan dudosos de soportar mi cuerpo entero unos metros más allá que desaconsejaron el que yo me bañara en esas aguas azaharadas. Tal vez aquel día debí darme cuenta de que había llegado a lo más alto en el pedestal que me había reservado la vida. El resto de escalones y de escalafones eran ya de otros y no iba a poder subir un solo peldaño más.
Pero da lo mismo. Ni he gobernado mi alma ni ahora me apetece hacerlo, así que dejaré que pase el tiempo esperando a que la sonrisa de una desconocida me arrastre hacia el pasado, o a que una joven me pida disculpas por pisarme sin intención y me descubra en su voz suave e intensa lo poco alto que he llegado al pedestal que yo mismo me prometí en mi adolescencia alcanzar. A veces, el azar, como la coda de una canción, remata nuestras vidas piadosamente, nos mece y es como una canción de niños que van a dormir. No es mi caso. Prefiero que me abofetee una mujer mientras sabe que no volverá a verme.
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