Rafael de la Cruz | Sábado 29 de febrero de 2020
Durante gran parte de mi infancia viví en la sexta planta de un bloque de nueva construcción. A mediados de los años setenta del pasado siglo, en las ciudades aún convivían esas nuevas edificaciones con las casas bajas de toda la vida. Por ese motivo, desde la ventana de la cocina podía contemplar desde lo alto, un horizonte lejano, poblado por tejados y patios, e incluso, más a lo lejos, la característica torre del convento de una población cercana.
Por las tardes, tras volver del colegio, solía llenar un gran vaso de agua fresca y beberlo mientras mi mirada se perdía a través de esa ventana recorriendo todo un mundo que yacía a mis pies hasta quedar prendida en ese cielo dorado y añil de los atardeceres manchegos.
Para un niño de poco más de diez años, aquel ritual le permitía, desde la tranquilidad y refugio de su hogar, con el murmullo de fondo relajante de mi madre canturreando mientras planchaba, abrir la imaginación al resto del mundo, al cosmos casi. Me hacía sentir que más allá de las paredes confortables de mi hogar se extendía un océano por descubrir, el de la vida por vivir, aún sólo un proyecto de sueño.
Han pasado los años desde esas tardes, desde esos vasos de agua fresca, desde ese olor a ropa recién planchada. Han pasado los años y desde la certeza de que los que restan por vivir serán menos que los ya vividos regreso ahora a esa ventana de mi infancia. Me es imposible hacerlo materialmente, pero mi mente, mis recuerdos, están libres de las ataduras del tiempo y del espacio. Regreso pero lo hago de manera inversa, ahora mira hacia dentro de aquella casa de los setenta, me adentro en la cocina buscando volver a escuchar los cantos de mi madre, los primeros juegos de mi hermano aún con pocos años, deseando encontrarme con la figura de mi padre sentado en el sillón enfrascado en cualquier libro sobre la historia de su tierra natal.
Esa es la perspectiva de la ventana que ahora busco con ahínco. No perdáis jamás esa visión, la estampa de un hogar que fue el más feliz del mundo para mi, del sonido y olor de todos los que conformamos una familia de la que con el tiempo surgieron otras. Esa es la mejor vista que podemos nunca tener, el paraíso verdadero y único: nuestra infancia.
La suerte me acompaña y todos los protagonistas de esa estampa siguen aún a mi lado. Aprovecharé esa suerte para vivir todo lo que se pueda con quienes construyeron mi felicidad de entonces y que contribuyeron a crear lo poco o mucho de bueno que permanezca en mi en estos tiempos.
Disfrutad de vuestra ventana. Disfrutarla todo el tiempo que podáis y tener la certeza de que lo mejor está siempre en la parte de dentro, aunque a veces estemos algo confundidos y embrujados por paraísos perdidos, la ventana de vuestro corazón siempre debéis dejarla abierta a vuestra esencia, a vuestro origen.
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