OPINIÓN

Balcones con geranios

José Cardona

Irene González Moreno | Miércoles 23 de abril de 2014
“No hace falta renunciar al pasado al entrar en el porvenir. Al cambiar las cosas no es necesario perderlas”.
(John Cage)


Del pueblo colonizador que fue no hace mucho, Alberche del Caudillo casi sólo conserva el nombre y su determinante apelativo. Ni su economía depende sustancialmente de los productos agropecuarios, ni ofrece al viajero su blanco inmaculado salpicado de verdes. Mi pueblo es hoy otra cosa, como gusta decir al ínclito Eulalio. Sus habitantes son ya otras gentes, con distintos quehaceres y afanes, con diferentes objetivos y proyectos. Aunque, a veces, todavía se asoman, nostálgicas, un tanto impertinentes y pertinaces, algunas entrañables imágenes de aquel pasado, como tercos pedazos de tiempo viejo. Y unos de esos jirones, cual heridas en una epidermis posmoderna, son esos pocos balcones avariciosos de geranios.

Salvo ellos, y un puñado de testimonios más, hoy es muy diferente la realidad de mi pueblo. Es como si aquellos fundadores que se nos iban se llevaran nuestra capacidad de soñar, de conservar lo que recibimos. Cuando, en mis paseos, visito las parcelas huérfanas de brazos que las trabajen como antaño, me es imposible olvidar la poesía de Miguel Hernández y pienso que “ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos” (ya sabéis, queridos lectores, son versos de su libro “El rayo que no cesa”). Y es que en los últimos años, Alberche y tantos otros pueblos de las antiguas tierras de Talavera, han ido perdiendo esa imagen rural que a muchos de ellos caracterizaba.

De esos balcones de mi pueblo, uno es el punto final de la calle de la Esperanza, de esa vía penitente, huérfana de jardines y arboledas en su dilatado recorrido, representante, mejor que ninguna otra, de la áspera geografía, de la descorazonadora coyunda del alquitrán y el cemento. El otro balcón, cuelga de la primera esquina de la otrora Ronda de la Alameda, fronteriza entonces, suave límite entre lo urbano y un campo que conservaba su identidad aún agreste, natural, silvestre, oliendo a secano y a pastoreo, a cereal y a garbanzo.

Es toda una gozada, ya en el recién estrenado otoño, reinando ya los soles decadentes de octubre, contemplar los geranios en unos pocos balcones. Geranios rosas y fucsias conviven, con el rojo de algún tímido clavel enredado en ellos, en la mesurada altura de la segunda planta, respirando vientos y soles desde la verja humilde de un clásico balcón de otra época. Están mimados estos geranios y claveles, regándose dos veces por semana en primavera, y tres en las tórridas jornadas del estío; y hasta una sola, cuando ya se barrunta la otoñada, generosa en humedades y nostalgia. Es el ritual de una sociedad sin prisa, que otrora disfrutáramos y que hoy nos emborronan modernidades espurias.

Y es que Alberche del Caudillo, y con él otras localidades comarcanas, por el estilo elegido para las nuevas construcciones, en la remodelación de sus viviendas primitivas, por los materiales y colores de sus fachadas, son pueblos que han ido perdiendo su imagen tradicional, esa “castellanía” de los orígenes, esa rusticidad que los hacía entrañablemente singulares. Todo ello ha borrado la personalidad y originalidad urbanística atesorada en otros tiempos. Ante todo esto, esas balconadas, cual pasarelas del clavel y del geranio, a modo de carruseles de pétalos multicolores, se hacen regalo a nuestra mirada, y a la del paseante, y a la del viajero que se pierde, en mi pueblo, por la geometría de unas calles diseñadas con regla y cartabón; intrincadas, irregulares, en otras vecinas geografías. Pero todos, sin excepción alguna, son una hermosa reminiscencia de lo que nunca debimos perder, lo bueno de todo aquello que nos legaron las generaciones anteriores y a lo que la nuestra parece haber renunciado.

Y es que cambiar las cosas, innovarlas incorporándolas a los nuevos tiempos, no significa necesariamente perderlas, como afirma Cage. Y es justo lo que estamos haciendo. ¡Qué pena!, exclama, suspirando, mi entrañable amigo Eulalio.