El calor se ha apoderado de las calles expulsando de ellas a los viandantes. Animales y personas deambulan fantasmagóricos de sombra en sombra, buscando el exiguo frescor de su morada o su madriguera. El horizonte se deforma tras la flama que desprende el tórrido pavimento y los días no son sino un deseo de que las horas pasen y llegue la noche con la esperanza, truncada las mas veces, de que traiga algo de respiro.
La publicidad nos vende el verano como una estación alegre, divertida y desenfadada. Unos meses de jolgorío y alegría llenos de sonrisas y cuerpos perfectos, salpicados por olas de mares azules en playas de arenas blancas. Ese verano existe, pero en la realidad, en el día a día del habitante mesetario, no es sino una imagen o un deseo inalcanzable.Su verano no es ese, su verano es sudor, malas noches, horas de persianas y vidas bajadas. Su verano es desear que acabe, es sentir que el mundo se detiene a esperar el ocaso en un eterna siesta de silencio y soledad. El otro verano, es el verano del niño, el de las vacaciones que nunca parecen terminar, en el que las reglas se relajan y no hay mas afán cada día que pasarlo mejor que el anterior. Todos recordamos esos veranos de nuestra infancia. Sandía fresca y pantalón corto. Baños en rios que nos aportaban mas aventura que cualquier mar. Noches largas en las que se nos permitía levemente invadir el mundo de los adultos y adentrarnos en el comienzo de la madrugada mirando las estrellas ...¿dónde están las estrellas ahora? y escuchando al grillo incansable. Siempre nos quedará la infancia como refugio y la infancia de nuestros hijos cómo regalo precioso y conmovedor. Por lo demás, buscar la sombra, perseguir la umbría y tened la certeza de que en este caso el tiempo cuenta a vuestro favor. Al abrir los ojos septiembre estará aquí, las calles volveran a llenarse, desapareceran los tórridos fantasmas de nuestras plazas y la vida será de nuevo vida y no lánguido paréntesis.