El Papa feliz se ha muerto

Solo han sido doce años de papado de Jorge Bergoglio, el jesuita argentino que adoptó el nombre de Papa Francisco para pasar a los anales de la Historia.

Doce años pueden parecer muchos, pero realmente son un suspiro en la vida de cualquiera. Lo que sí se recordará de Francisco es que fue un revolucionario. Su revolución simplemente consistió en anteponer la normalidad y el humanismo al artificio, el boato, la supremacía y la lejanía de la realidad en que, desgraciadamente, anda aún sumida la Iglesia católica.

Su sencillez y el empeño por abrir puertas y ventanas de la institución religiosa más importante del mundo le costaron críticas y censuras dentro y fuera del Vaticano. La influencia, a todos los niveles, de un Papa es de todos conocida para bien y también para mal.

Las dudas que sobrevolaron en la Capilla Sixtina –cuando Bergoglio fue elegido el 13 de marzo de 2013– se disiparon en cuanto mostró el rostro de una persona normal que sólo quería hacer de la Iglesia esa casa común donde todos deberíamos caber.

Es probable que sus intentos por conseguir que la religión fuera un patrimonio real de la Humanidad hayan sido los que más tormento le supusieran, pero era feliz haciéndolo. El Papa Francisco ha sido ese elefante en la habitación que nadie puede ignorar. Y no por imponer su autoridad, sino por ganarse a la gente mediante la ternura, su defensa de la justicia social y la búsqueda de la felicidad, ese sentimiento que a veces parece inalcalzable.

Su ruptura con el apostolado de Ratzinger fue tan dulce que ha superado con creces las expectativas de cualquier católico sincero. Se le va a echar mucho de menos, hasta por los no creen en Dios, porque quedará en nuestra retina como ese Papa feliz que se nos ha muerto.