“Me atrevería a aventurar que Anónimo, que tantos poemas escribió sin firmarlos, era a menudo una mujer”. Esta célebre cita de la obra Una Habitación Propia (Wirginia Wolf, 1929) resume la cotidiana realidad de miles de mujeres, como un mínimo común múltiplo aplicado a todas ellas, en cada rincón del mundo, en cada época de la historia.
En la vida hay muchos tipos de feminismo. Existe un feminismo político, el que llevó a Emilia Pardo Bazán y a las sufragistas a pedir el voto universal. Existe un feminismo de la igualdad, heredero de las ideas de Simone de Beauvoir, quien afirmó que lo que se atribuye a cada sexo se construye culturalmente, y no es una condición estrictamente biológica. Existe un feminismo de la diferencia, encarnado por las divas y artistas excéntricas. Existe un feminismo pictórico, que ejecutó Frida Kalo al retratarse con bigote y entrecejo. Existe un feminismo religioso, que inspiró a Santa Teresa de Jesús a fundar diecisiete conventos de monjas. Existe un feminismo musical, el que canta la Motomami. Todos los feminismos son necesarios, aunque no los entendamos, salvo los que se utilizan torpemente como bandera política, bajo la que medran los mismos machismos de siempre.
Si algo tienen en común todos los feminismos, es que de una u otra forma, son relatos basados en historias de mujeres. La primera mujer de la biblia fue Lilith, antecesora de Eva en una versión hebrea antigua. Se trataba de la mujer primigenia, creada de la misma materia que el hombre, descarada y desobediente, que se negó a permanecer sumisa y abandonó el Paraíso, convirtiéndose en una fémina diabólica. Después se creó a Eva, la costillita de Adán, algo más prometedora para el disfrute del hombre, aunque culpable siempre de tentación e incitación al pecado. En lo sucesivo, se nos fue relatando como brujas, herejes, conspiradoras, lascivas, y se reservó el virtuosismo y la doncellez sólo para aquellas que bordaban pañuelos encerradas en sus casas, esperando a que regresaran los señores de la guerra.
Cristina Oñoro en su libro Las que faltaban, se pregunta ¿dónde estaban ellas? ¿qué hacían las mujeres mientras los hombres escribían la historia? Es evidente que nos falta relatarnos. Hemos hecho muchas cosas importantes, pero todavía no las hemos contado. No hemos explicado al mundo ni a nosotras mismas lo que somos, lo que significamos, lo que callamos. Nos sobran motivos, pero nos faltan relatos.
Aunque algo vamos avanzando, Anónimo sigue siendo mujer. Le debemos mucho a las mujeres escritoras, sobre todo a las de los siglos XIX y XX, tanto a aquellas que escribieron en su propio nombre, como a las que tuvieron que hacerlo bajo pseudónimo. Ellas abrieron una ventana a un mundo diferente y posible, libre e igualitario, cuando casi nadie era capaz de imaginarlo. A Emilia Pardo Bazán, a Concepción Arenal, a Clara Campoamor, a Isabel Oyarzábal, a María Zambrano, a Carmen Laforet, a Gloria Fuertes, a Carmen Martín Gaite, a Ana María Matute, a Concha Lagos,…a todas ellas que garabatearon con sus letras este momento histórico que vivimos. Sus novelas, sus ensayos, sus poemas, sus cuentos, penetraron como gotas líquidas en una sociedad calcárea y encontraron la grieta por donde el discurso machista hacía aguas. Necesitamos más letras de mujeres para mejorar el mundo, más novelas de heroínas para empoderarnos. Escribamos la vida antes silenciada, escribámosla en femenino, porque lo escrito, escrito queda, y lo demás, se lo llevará el viento…