Hay un santo en el santoral poco conocido. San Cipriano es santo y mago a la vez, por extraño que resulte. Entre sus muchos poderes se le atribuye la bondad de ayudar a la adivinación y desencantamiento de tesoros.
¿Quién no ha soñado alguna vez con descubrir un tesoro oculto? Lo de dar el pelotazo debe ser una costumbre muy española, porque en casi todas las poblaciones existe alguna leyenda al respecto, un callejón del tesorillo o una cueva del moro donde se esconden incalculables riquezas, cuyo paradero exacto se desconoce.
Dice la leyenda de las Herencias que, en el paraje de Los Castillos, a orillas del río Tajo, donde antiguamente se encontraba la torre de Ben Cachón, existe un tesoro perteneciente a un rey moro, custodiado por una serpiente de cuatro patas. Además, si uno sueña con este tesoro más de tres veces, es señal inequívoca de su verdadera existencia.
“Ya mataron la culebrala que estaba en Los Castillosla que por la boca echabarosas, claveles y lirios”.
En el siglo XVII la búsqueda de tesoros se convirtió en una actividad tan frecuente como perseguida, y aunque en los libros de texto no se nos explicó esta parte de la historia, ha llegado hasta nuestros días a través de la literatura y de las leyendas que escuchamos a nuestros padres y abuelos.
En un contexto generalizado de pobreza, consecuencia de la expulsión de los moriscos, el hambre despertó el alma codiciosa de la población, que ansiaba encontrar las supuestas riquezas que el vecino musulmán no pudo llevar consigo en su exilio forzado, o que tal vez escondió con la intención de regresar a la tierra que fuera su hogar durante ocho siglos. La pérdida de este grupo social supuso escasez de mano de obra para trabajar el campo y la disminución de la actividad comercial, dos factores económicos básicos para la prosperidad del pueblo español.
Había un refrán por la época que decía “quien tiene un moro, tiene un tesoro”, haciendo referencia a la habilidad que tenían para cultivar las huertas. Ante esta situación de decadencia, los cristianos viejos difundieron el rumor de que los moros falsificaban monedas o acumulaban riquezas con la finalidad de hundir el mercado.
En el imaginario colectivo, la figura del moro quedó asociada al oro y a la falsedad, dejando una huella en nuestra lengua en expresiones aún hoy utilizadas como “le prometió el oro y el moro”. La temática del tesoro morisco se convirtió en inspiradora de novelas, por citar un ejemplo, el propio Cervantes describe este hecho en una conversación entre Sancho Panza y el morisco Ricote, quien le explica cómo se disfrazó de peregrino para poder regresar a suelo hispánico a recoger un tesoro que dejó enterrado cuando fue expulsado.
El Santo Oficio intervino ante esta moda de escarbar el terreno. Consideraba la práctica como codiciosa y cercana a lo diabólico, debido a que se extendió la creencia de que los tesoros ocultos habían sido encantados por sus dueños para impedir su apropiación, por tanto, era necesaria la mediación de la brujería o la hechicería para poder encontrarlos y desencantarlos.
Existían compendios de brujería llamados grimorios que recogían rituales, prácticas mágicas y oraciones. Entre ellos, El Gran Libro de San Cipriano, mago que se convirtió al cristianismo y llegó a ser santo, se transformó en la herramienta más famosa destinada a la adivinación y liberación de los tesoros hechizados. Se imprimieron muchas copias de pequeño tamaño llamadas Ciprianillos que eran adquiridas a un elevado precio, así como numerosos mapas del tesoro que marcaban posibles hitos donde se encontrarían ocultas las riquezas.
Entre las sentencias inquisitoriales de hechicería en Toledo, a principios del siglo XVII, encontramos el caso de Juan de la Comba y su cómplice Cristóbal Rodriguez, acusados de realizar ritos en los que se servían de niños, para intentar hallar la localización de un supuesto tesoro enterrado en Aravaca. También se acusa a Francisco Montes de Gayangos de realizar un sangriento convite al que estaba invitado el diablo, para que le revelase la localización de un tesoro en Morella.
Con el paso de los siglos la figura del morisco se mitificó, especialmente en el siglo XIX, con las ideas del Romanticismo, debido a la distancia social y cultural impuesta por el exilio. De esta forma nuestros antiguos vecinos laboriosos del campo, se convirtieron en reyes moros, oscuros mercaderes, etc. con poderes sobrenaturales. Entre estos poderes es frecuente el de adoptar formas animales como serpientes o cabras negras convertidas en guardianas de tesoros.
También se les atribuye el poder de dominar el agua, por ejemplo, o una fuerza descomunal necesaria para mover grandes rocas que sellarían la entrada a cuevas secretas repletas de exóticas riquezas. Federico de Castro y Antonio Machado escribieron en 1.873, Cuentos, Leyendas y Costumbres Populares. El primer capítulo titulado La Codicia recoge la historia con triste final de una madre y una hija cegadas por el resplandor de un tesoro descubierto mediante extraños ritos mágicos, por unos mercaderes árabes en el patio de un castillo en ruinas.
Los cuentos y leyendas sobre tesoros nos advierten de la seducción que el vil metal ejerce en el alma codiciosa, hasta que se corrompe el espíritu y se pierde la razón. El pecado capital de codicia se entiende como un desorden en el deseo de posesión de bienes materiales, que lleva al pecador a la muerte espiritual. Sigmon Freud describió la ansiedad por lo material como un deseo insatisfecho de posesión, tal vez asociado a una sensación de vacío interior, que podía llevar al desequilibrio mental.
En los cuentos sobre tesoros siempre hay una primera fase en la que el protagonista es seducido por el color del oro, el tintineo de las monedas al caer, el resplandor de las joyas, y después, se producen una serie de consecuencias fatales en relación con ese sentimiento constante de insatisfacción que experimenta el codicioso.
“El tesoro y el pecado, mejor ocultados” decían nuestros antepasados. En 1.832, se publica el Registro General de Minas de la Corona de Castilla, por orden del Rey Juan II, donde se relacionan los tesoros hallados hasta la fecha y se dan a conocer las cédulas concedidas por La Corona de Castilla, para la búsqueda de tesoros. De esta manera, se trata de regular esta actividad en el territorio hispánico, mediante la concesión de permisos especiales a determinadas personas, y la aplicación de sanciones a aquellos que realicen búsquedas ilegales o no declaren los tesoros hallados.
Pero en ocasiones la magia de la vida se manifiesta en acontecimientos históricos inesperados. Esto sucedió así en Las Herencias, en el año 1.801, según se indica en las respuestas contestadas al cuestionario estatal por los vecinos, con motivo de la redacción del Diccionario de Madoz. En dicho año se produjo un fuerte estruendo, seguido del derrumbamiento de la antigua torre de Ben Cachón sobre el río Tajo.
Este hecho causó el detenimiento del cauce del río por unos minutos y se descubrieron numerosas lápidas de piedra labrada con inscripciones árabes, y aparecieron algunos objetos de valor, entre ellos un puchero lleno de monedas de cobre. Desde entonces algunos siguen soñando con el tesoro del rey moro, aunque bien saben los herencianos que no hay tesoro mágico sin serpiente, y al que le lluevan las monedas ladera abajo, que tenga cuidado al recogerlas. Se habla mucho en diferentes ámbitos sobre la corrupción y la necesidad de perseguirla, pero tal vez sería importante hacer una reflexión más profunda e insistir en los mecanismos de su prevención.
Es condición muy humana dejarse seducir por la facilidad en la consecución de riquezas, véase por ejemplo el caso del Rey Midas. Es comprensible y predecible la actitud del que sucumbe ante la tentación de una bolsa bien repleta, porque las leyendas nos avisan de que el que siente la poderosa llamada del tesoro, no cesará hasta llegar a poseerlo.
Hay personas afectadas de codicia, que sufren las consecuencias de su adicción por el dinero, y cuya patología tiene una repercusión social importante. Como sociedad, debemos protegernos estableciendo los controles necesarios, la vigilancia precisa para impedir que el tesoro encuentre al codicioso y lo posea, porque no siempre es el buscador quien desentierra el tesoro, a veces es el tesoro el que no deja de llamar al buscador hasta que lo entierra con él: “La luz se extingue, el suelo se conmueve, la entrada mágica se cierra” (La Codicia. Cuentos, Leyendas y Costumbres Populares. Sevilla, 1873).