No se me da muy bien recordar. De hecho, no recuerdo casi nada. Se me olvida casi todo. ¿Me preguntan por el pasado? No… no recuerdo. La verdad es que no guardo ni un ápice de memoria sobre lo que pasó o dejó de pasar. Salvo en un caso: cuando alguien miente.
Cuando alguien miente sobre lo que ocurrió y cuenta de manera irreconocible cómo fueron las cosas hace veinticinco años, o cuarenta, o hace diez, o tan siquiera un mes entonces se me va la amnesia y vienen a mi memoria las evocaciones de aquello que realmente pasó. Rememoro con nitidez como fue en realidad. Todo lo que ese personaje dijo o hizo y de lo que ahora se desdice. Como se comportó.
Advierto que cuando afirmo esto no pienso en nadie en concreto. Pero sí pienso en mucha gente que lleva a cabo este proceso de tergiversación sin inmutarse, ya sea en el ámbito privado, personal o familiar, tanto público como privado. Ya sea en el plano político o en cualquier otra materia, incluso literaria o científica.
Me vienen a la memoria muchos personajes de un tiempo pasado y todos ellos pecan de lo mismo. Pecan de un pecado que no es tal.
Dicen que la memoria histórica no existe. Porque es un oxímoron. Si es memoria no es histórica y si es historia no puede ser memoria. Porque la memoria tiene la mala costumbre de desnaturalizar. O la buena costumbre, no sé. El caso es que lo hace siempre. Dulcifica los pecados y deprava los términos.
Y es lógico. Uno llega a la vejez y se plantea si hizo bien o mal. Si quieres conservar tu salud mental, lo hiciste bien. Sin duda. No hay otra. Por ejemplo, si perteneciste a un grupo, a un partido, a una asociación, o simplemente a una familia como hijo, padre, madre, nieto o resobrino segundo por parte de abuela, tu interés principal será quedar bien ante ti mismo y ante los que te rodean. Para la historia. Dejar buena memoria. Tú y tu grupo, partido, asociación, lo hicisteis de puta madre. Fuisteis los putos amos.
Los pecados te los guardas. Incluso los pecados graves que cometiste. Los justificarás. Los suavizarás. Si es necesario, cambiarás el relato de esa realidad, que fue inevitable, incontestable. Muchas veces porque no pudiste hacerlo de otro modo. Sucedió así, de una determinada manera.
Y cómo eres tú quien lo narras, tú mismo puedes cambiarlo, para que lo narrado adquiera poder, relumbre, notoriedad. Borrar ese pasado incómodo, cambiar la historia. Los hechos no existieron si el relato es bueno. Si el nuevo relato tiene más poder que los hechos, si ya no está la gente que lo recuerda, podrás cambiarlo todo. Sobre todo, para las nuevas generaciones. Los que no lo vivieron.
Y los que lo conocieron… procuran olvidarlo si son afines. Y tú ruegas, por el amor de Dios, que se olviden los “no afines”, que ya tienes una edad, y suplicas clemencia.
Y eso tiene que ver con el aplauso que busca el anciano en la actualidad y la autoridad de que se vale para ser creído. Sobre todo, por las nuevas generaciones, ya digo. Los que no lo vivieron se encargarán de alimentar esa memoria falsa. Esa esperanza tiene el anciano. La “memoria histórica” de lo que nunca paso.
Vayan ustedes pensando en personajes populares o incluso en personajes de su propia familia o de otros ámbitos, en disciplinas en las que no quiero entrar, porque en todas sucede. Verán ustedes que es así.
Y es humano. Los viejos te cuentan una realidad que no existió. Su memoria histórica es parcial. Porque es más memoria que historia.
En este sentido, la hemeroteca es traicionera y YouTube tiene el poder de recuperar lo que ayer era inaccesible para ponerlo a disposición de todos los ciudadanos y que vean la verdad. (En breve también será una verdad dudosa gracias a la IA, pero, por el momento...) Así te enteras de que lo cuenta hoy aquel anciano es mentira. Anciano y no tan anciano.
Más difícil es demostrar que no ocurrió cuando no hay hemeroteca. Pero, aunque no la haya, los recuerdos de otras personas de su misma edad que vivieron aquello pueden impugnar la versión del anciano… mientras existan. Para denunciar una actitud que no tuvo, una generosidad que no ejerció o incluso un carácter del que presume y del que nunca hizo ostentación. Porque la mala leche que tuvo la obvia, y ahora todo es afecto. Se le ha olvidado. Pretende que lo olvidemos.
Ser viejo, como yo casi lo soy, al borde de los sesenta, tiene la ventaja de haber visto mucho y poder juzgar si ese viejecito que sale en la tele, tan dulce, lo fue alguna vez. Si lo que dice que “hizo”, lo hizo de verdad o no lo hizo. Si fue verdad o todo es mentira.
Tergiversa para verse a sí mismo como héroe, no como villano. Porque sería dramático que contar la realidad tal como fue te condenara para la posteridad. Una realidad de la que te avergüenzas. Y no vas a ser tú quien se ponga a sí mismo a los pies de los caballos, por honesto que seas, ¿verdad que no? Serías muy imbécil. Rebajarías tu autoestima.
El pasado no se puede cambiar. Solo puedes cambiar el relato. Si lo cuentas de otra manera.
Aquel literato que se las da de culto, de haber llegado por sus propios méritos donde está cuando sabes que se dedicó en su día trepar y buscar padrinos. Que ha llegado de otra forma menos noble a la fama. De modo distinto a cómo él lo cuenta. Ese escritor que ahora presume de haber llegado sin intrigar para hacerse un hueco en el mundillo literario y sabes que no fue así. Aquel político que, con humor, apela al periodo en que gobernó, dulcificando sus méritos, atribuyéndose méritos ajenos, y lo que “hizo” y “no hizo”. Destaca tan solo lo que le conviene, lo versiona y oculta el resto, con la esperanza de que nunca llegue a oídos de los jóvenes. Y miente, además. Y la mala leche que tuvo.
Todos mienten.
Pasar a la historia, esa es la clave. Trascender, no solo como un buen hombre, o como una buena mujer.
No solo es cuestión de ambición, manifestada por los que aún están en activo y pretenden borrar la historia. Es inquietud mucho más imperiosa que sienten los que están a punto de descabalgar, puesto ya un pie en el estribo, y ansían borrar lo malo y quedarse con lo bueno. Y es lógico. Es natural. Es razonable. O, al menos, perdonable.
Uno no quiere irse de este mundo como un indeseable. Uno solo aspira ya a que lo acompañen hasta la puerta hablando bien. Uno se avergüenza de lo que hizo mal y lo intenta ocultar. Es lo más natural.
Otra cosa es que lo consiga.
Los que vivimos en su día esos acontecimientos que el viejo relata, sabemos que no fue así. Pero lo perdonamos.
El político lo hace quizá porque pretende algo que nosotros también pretendemos, y damos por válido “pulpo como animal de compañía”. Nos resulta útil y funcional y no lo denunciamos. Pero, aunque nos lo callemos, somos conscientes de que está mintiendo. Nosotros también mentimos y transformamos como él, al encubrir y asentir.
O tal vez estén versionando porque él mismo se cree su propia versión. Así, el político, como el literato, como el familiar, todos versionan. Todos mienten. Todos se creen otra cosa. Y se lo creen de verdad, aunque en el fondo sepan todos que es mentira.
Yo también lo sé. Lo sabemos. Pero que se le va a hacer. Es humano. Lo perdonamos y no hacemos sangre.
Porque nosotros también versionaremos un día. También mentiremos cuando nos llegue nuestra hora. Y aspiraremos a recibir la misma pirotecnia y mascletá benevolente antes de picar billete.
Es lo que hay.