Ayer martes fue 28 de mayo. Justo hace un año de las elecciones municipales y autonómicas de 2023 que sorprendieron a algunos, alegraron a unos cuantos y entristecieron a muchos. No sólo a los que perdieron sino también a los que tuvieron que tragar ruedas de molino.
Los mandatos electorales, que constan de 4 años en España, pueden ser muy cortos o muy largos según cómo se desarrollen los acontecimientos. Algo parecido a esos “90 minuti molto longos” que aseguran los madridistas cuando la Copa de Europa se juega en el Bernabéu.
En estos 365 días de legislatura que ya hemos consumido hay algo que nadie puede negar que ha crecido: la crispación. La mesura ha desaparecido del vocabulario habitual de algunos políticos que aprendieron de chiquititos aquello de faltar a la verdad a toda costa, que insultar descaradamente podía ser un arte o que el sectarismo era una buena bandera para enarbolar.
Estas cuestiones que algunos tienen como catecismo encima de la mesilla de noche duran lo que duran y a este mandato ya le quedan solo tres años para desarrollar los proyectos pendientes, el que los tenga.
Eso sí, el que no se consuela es porque no quiere. Mientras personajes como Abascal se marchan a Jerusalén a hacerse una foto con el primer ministro Netanyahu como si fuera un enviado del Estado español, otros más de aquí siguen librando batallas inútiles que sólo alimentan sus egos a sabiendas que ciertas encomiendas son poco más que ilusiones quijotescas.
Si hace siete días les hablaba de ignorancia descuidada o desnudez intelectual, la desesperanza cada vez me tiene más atrapado. Sobre todo viendo que algunos mandatarios muestran escasez de dedos en la frente. Esos, y no otros, son los que aún creen que la hierba es azul.