Me encuentro con Alberto el domingo pasado. Hacía muchos años que no nos veíamos. Desde 2019, desde que el periódico abandonó el papel y se convirtió en digital. No sé quién sacó la conversación —bueno, sí lo sé, la saqué yo—. Sobre mis artículos de colaboración. Simplemente, los dejé morir. Un cierto agotamiento respecto a dichas colaboraciones se unió al hecho de que cambió el formato. Entre copa y copa —la verdad es que no nos tomamos ninguna copa, fue un “aquí te pillo, aquí te mato”, parte de un saludo de cortesía a la entrada y salida del bar— acordamos que podría volver a escribir. “No sé yo si…” “Sí, hombre, sí, anímate. Si no es un artículo cada la semana, uno cada 15 días o uno al mes, pero anímate. O cuando a ti te apetezca.”
El oficio de escribir es una rara tarea. Nunca sabes quién te lee y si lo que escribes gusta. O si lo entiende, al menos. Nunca sabes el alcance que alcanza, el gusto que gusta o las visualizaciones que se visualizan. Incluso, aunque tengas un contador de visitas, como por lo visto existen en las web, siempre ignoras quien da con la aguja en el pajar de agujas y se detiene a leer. Si lee en condiciones. Si lo entiende. Si está de acuerdo con ello. Si le sirve, que es lo que en el fondo se pretende, “compartir para enriquecer” y que el lector adquiera otro punto de vista sobre este tema u otro. Al menos yo, como lector de artículos ajenos, es lo que busco. Que me enriquezca.
Pero, ¿de qué narices escribo? ¿De la lámina cribosa y los cornetes? ¿De los párpados? ¿De las orejas? ¿Del meato auditivo? ¿lo que me salga del sistema endocrino? ¿Debo seguir una temática, siempre la misma, o escribo artículos aleatorios, lo que me venga a la cabeza ese día? Puede que esto último me sea más cómodo, pero puede que no encuentre un nicho de lectores que le mole la temática “random”.
Siempre he huido del periodismo digital porque me molesta que por cada párrafo me salte un anuncio de bragas o una oferta de billetes para viajar a Grecia. Las bragas o los viajes a Grecia no maridan bien con un artículo de filosofía barata sobre el ser y la nada, como los que yo escribía en su día, cuando el artículo era en papel crujiente y el lector podía dejar el anuncio a un lado para centrarse en las estupideces de este moderno “pobrecito hablador”. ¿Alguien por ahí, interesado en lo que escriba? Cuando mis compañeros de opinión son Consejeros de Educación, Vicepresidentes o Delegados del Gobierno, ¿qué pinto yo? ¿No soy yo más chico que todos esos, que no tengo estudios ni na? Pero bueno, mira, me animé. Ahora tengo que echar mi cuarto a espadas en este enorme contenedor de internet y salir de casa, donde yo estaba tan a gustito, para arriesgarme a que me lean los consumidores de móvil mientras viajan en ascensor, interrumpidos por anuncios de bragas griegas o de viajes a la cuca.
Vuelvo al periódico como un burro despistado, que es lo que soy —no sé si queda bien que me llame burro a mí mismo—, para entrar en buena lid con mi pluma y mi tintero del siglo XX en los abismos de la red. Sin red. Pero es lo que hay. Retirarse o morir. Al fin y al cabo, moriremos todos, y mucho más estos artículos de la red que se pierden los bits como lágrimas en la lluvia y no se vuelven a encontrar cuando un nuevo artículo lo sustituye.
Al menos no acabarán, como aquellos viejos artículos en papel, abrazando a una jugosa lubina en una pescadería.