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Volver a empezar

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Escrito por Sergio Núñez Vadillo, novelista y profesor de la Universidad de Valladolid

lunes 19 de diciembre de 2022, 17:00h

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Si preguntas a un español común que recuerda del año 1992 es posible que responda: la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. En mi caso contestaré algo más trascendental: el año que inicié mi primer viaje iniciático, el salto al instituto.

Treinta años después de aquella imborrable fecha, he vuelto a mi “viejo” instituto. Ahora reconvertido en “nuevo” IES Padre Juan de Mariana para impartir una charla sobre creación literaria en base a mi segunda novela, Retrato de un daltónico. El destino, una vez más, volvió a ser capricho; o quizás aquel octubre de 1992 empezará ya a tejer, sin saberlo, mi vocación literaria.

Tengo todavía leves retazos de aquel día de otoño avanzado en Talavera, cuando a primera hora crucé de acera en Pío XII bajo los destellos de una luz de primer aviso, para transitar a otra vida, a otro hemisferio vital: la auténtica juventud. Esperaba una etapa intrépida y azarosa, repleta de experiencias y desafíos. Sé que solo portaba un puñado de folios en una carpeta forrada con emblemas futbolísticos y numerosos mensajes utópicos. No necesitaba más. Los sueños y las ganas de comerme el mundo eran lo más importante.

La vestimenta sería de entretiempo, vaqueros 501 desgastados y sudadera rollo british, andares insolentes y una mirada shakesperiana que invitaba a compartir fantasías; un peinado de esos provocadores, vaticino que un rapado con flequillo estilo Tintín. ¿Qué sentía? Seguro que unas ganas inmensas por aprender, pasión a raudales y algunas dudas. Ser joven y tener la vida por delante es lo que tiene, equivocarse tanto que a veces se acierta.

Prosigo con este viaje a contratiempo. En el portón principal de entrada se arremolinaban numerosos estudiantes predispuestos a comenzar su primer día de clase. Para mí todo era nuevo. La entrada fue apoteósica, un reguero de gente transitando por los pasillos de aquel viejo instituto donde se desprendía un aroma particular que no sabría describir. El mismo que palpe este 14 de diciembre de 2022, treinta años después al traspasar el umbral de “nuevo” instituto: ilusión y libertad. Todo aderezado con elevadas dosis de aprendizaje, conocimiento y educación. Tres facetas indispensables para el crecimiento del ser humano.

Pero sigamos con el otoño del 92. Si algo recuerdo con simpatía fue el adentrarme en los pasillos en una búsqueda casi homérica de mi clase, 2ºE. Serpenteaba a los alumnos camino de mi nuevo hábitat en ese lugar tan mágico y a la vez enigmático. Desde una cristalera alta se podía apreciar el patio central con viejas canastas y porterías de futbito. Al final del pasillo o laberinto comenzaban las clases de segundo de BUP. Para mí fue un gran desafío y gozo convivir con estudiantes de cursos superiores como 3º o COU. Eso era parte de la riqueza del instituto, sentir en primera persona lo que se suponía iba a ser mi existencia, la convivencia diaria con gente de todo tipo de condición social. Cuando llegué a la puerta de clase, dos chavales me miraron con desgana, sabían que era nuevo con solo verme andar. Al entrar en clase pude sentir como mi corazón se aceleró, la sangre hervía, la respiración empezó a entrecortarse. Pudo ser el primer aviso de mi conciencia de que la vida empezaba a ir en serio.

El pasado siempre vuelve, aunque sea para reírse de nosotros o cerciorarse de que hemos aprendido la lección. Han tenido que pasar la friolera de tres décadas para que unas sensaciones similares inunden mi alma tras volver a ese centro docente, ahora como profesor universitario, después de un largo peregrinaje vital. Ya no se encuentra en el lugar de siempre, sino es un edificio nuevo y moderno, emblema del conocimiento y aprendizaje de la ciudad. Y es que el instituto Padre Juan de Mariana es un centro público de referencia formativa en Talavera de la Reina. El más antiguo de los institutos de Bachillerato. Comienza a funcionar en el curso 1965-1966 y en 2008 se traslada a las nuevas instalaciones de la calle Fundidores. También es un “bien verdadero” para crear opiniones, criterios propios, ideas, debates, dudas..., paso obligado para el crecimiento personal y requisito básico de la educación permanente, las decisiones autónomas y el progreso cultural de la persona y los grupos sociales. Ese es mi instituto.

Esta vez salí de casa con la luz en lenta recogida, como de último aviso. Mientras caminaba mi mente se nublaba de recuerdos: antiguos profesores y compañeros de clase, excursiones inolvidables, la biblioteca, el salón de actos, el patio de recreo, las tutorías, el gimnasio, el laboratorio, el aula de dibujo, las reclamaciones en los pasillos tras conocer las notas, la excursión fin de curso, la fiesta previa a las vacaciones, las huelgas de antaño, los pupitres... Un sin fin de acontecimientos iniciáticos que sin apariencia material empezaban a tejer mi personalidad y, tal vez, fervor literario.

Nada es como antes. Ahora hay móviles en vez de graffitis; patinetes eléctricos en lugar de skate; mochilas por carpetas; antes se leían periódicos y revistas, ahora tablets; reggeaton en lugar de rock; ya no hay tribus urbanas ni billares ni kioskos, pero en su lugar los avances tecnológicos aportan un plus de innovación y desarrollo didáctico. Todo cambia, todo está en continúo movimiento, incluso los pensamientos y opiniones. La vida gana intensidad y belleza a medida que te decepcionan las ideas que creías firmes. Pero dejemos de confrontar lo viejo y lo nuevo para céntranos en el presente, aunque ya es pasado cuando lo queremos atrapar. Eso lo aprendí en las clases de filosofía. Panta rei que diría el sabio de Heráclito. Todo fluye. Esa conciencia de la fugacidad del tiempo es lo que hace eterna cada experiencia.

Ese primer curso en el instituto tuve mi primer contacto con la alta literatura: Cervantes, Baroja, Unamuno, Valle-Inclán, Quevedo, Lope de Vega, Machado, Rosalía de Castro, Teresa de Jesús, Galdós..., y sus grandes obras poéticas y narrativas. Pero lo que no sabía o soñaba, es que 30 años después, mi novela Retrato de un daltónico fuese leída allí mismo. En esos pupitres donde mi anterior “yo” comenzó a conjugar el verbo más importante de todos, el verbo “vivir”.

La charla versó sobre creación literaria. De cómo potenciar la imaginación para luego plasmarlo en papel. Ese ring de cuatro esquinas que es el folio en blanco. Ofrecí algunas pinceladas para encontrar la fuente de inspiración: leer mucho, a ser posible todo tipo de géneros; escuchar con atención a cualquier persona; y ante todo mirar, apreciar con detalle cada gesto cotidiano, la realidad en sí misma. Luego tomar notas y apuntes, por minúsculos que sean. Y sobre todo, vivir, vivir de lleno con los cinco sentidos. Eso es lo más relevante. Al fin de cuentas un escritor se nutre de las historias que le ofrecen los demás o su propia existencia. Eso es la literatura, descubrir o redescubrir la vida desde dentro hacia fuera.

Por un momento, lo que dura una inasible ráfaga de viento, cerré los ojos para regresar al pasado, volver a empezar, viajar de manera introspectiva a aquella gélida mañana de otoño prematuro donde empezaba a escribir mi destino. Intenté adivinar cuál de aquellos alumnos podría ser mi reminiscencia del pasado. Todo volvió a tener sentido. Recobró su significado auténtico. La vida es como un sueño que, al despertar, nos deja en la boca un simple regusto intenso.

Me vino a la mente la figura de Calderón de la Barca y su obra La vida es sueño. No siempre se cumple su máxima: «...que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son», porque a veces se hacen realidad. Aunque tan solo haya que esperar treinta años.

Sergio Núñez Vadillo

Novelista y Profesor de la Universidad de Valladolid

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