Víctor Borreguero
miércoles 23 de abril de 2014, 10:51h
A nuestros pies y bajo ellos, la revolución: Mubarak, Gadafi, su hijo Saif…
A nuestros pies y bajo ellos, la recesión que tiene sin trabajo a millones de personas. Dios, necesito cambiar de tema para no caer en la depresión, ese oscuro fenómeno que provoca la tristeza patológica y el malhumor.
Cambiar de tema no es dar una larga cambiada, como cuando el torero se coloca frente a la puerta de chiqueros, guarda las distancias, fija y llama la atención del toro, toma el capote con ambas manos, espera a que el astado meta la cara en los vuelos del capote, suelta la mano que no torea, pasa la otra por encima de la cabeza, da la vuelta al capote…
Para larga cambiada, lo de Rubalcaba: “La gente espera de nosotros algo más que insultar a Mariano Rajoy”, o sea, que lo reconoce. Larga cambiada, lo de Zapatero y su fantasma cuando los dos y como si uno se salen por la tangente. Lo de Tomás Gómez en Madrid, en vez de larga cambiada es puñalada cabrona y por la espalda: solo ha incluido en la lista de Madrid a uno de los 23 diputados zapateristas madrileños que apoyaron a Trinidad Jiménez en las primarias; eso es revolución y no lo de Bibiana Aído de ministra a secretaria de Estado.
Para cambiar de tema, paso al único que hoy me viene como en torbellino: el 23 de febrero del año 1981. Fui uno de los intérpretes y casi mensajeros del cambio democrático en España, y aquel día pensé que se escapaba mi sueño para siempre. Supe y me equivoqué que el golpe de Estado era imparable e irreversible (maldije al puto microbio incrustado en la historia de España). Perdí la esperanza, ese viático de la vida humana, y tardé toda una vida (a veces la vida solo tiene ocho horas) en reencontrarla. Todos sabíamos que solo una persona podía parar aquello y cuando comprobé que mi amigo Fernando Castedo estaba secuestrado en su despacho de televisión española, supe que el rey no podría hablar a la nación y tal vez ni salir del país con vida.
Quienes el 20 de noviembre de 1973 habíamos visto las orejas al lobo, el 23 de febrero de 1981 sentimos el mordisco del propio lobo desorejado. Si el rey no hubiera conseguido hablar aquella noche, hoy como a nuestros pies y bajo ellos.