José Cardona
¡Ay, hablamos por donde comemos!
miércoles 23 de abril de 2014, 10:51h
En la columna de hoy, apreciado lector, le invito a reflexionar sobre unas consideraciones que, días atrás, me hacía mi querido amigo Eulalio, siempre ejerciendo de buen samaritano con quien esto escribe, y de quien admiro su capacidad para enfrentar los problemas desde la más insolente heterodoxia.
Vean, si no, las milongas con las que me sorprendía, como digo, días atrás. Ah, y mientras lee esta columna, y si es fumador, le ruego que no fume usted como un carretero; de lo contrario, y si es cierto lo que dicen que dijo, podría provocar la ira de algún intachable concejal de nuestra Corporación municipal. ¡Si los carreteros levantaran la cabeza! Pero, vayamos a lo nuestro que es más importante. Aunque, según Lincoln, el hombre nunca ha encontrado una definición para la palabra libertad, se puede afirmar que, frente al esclavo, la persona que no lo es posee la facultad de obrar y de no obrar, tener su propio pensamiento y poder expresar lo que piensa, ser creyente o ateo, religioso o no, u optar por la ideología que más le plazca. Todo ello con sólo dos condiciones: no causar perjuicio a un tercero y asumir la responsabilidad de lo que hace o no, de lo que dice o calla. Si bien esto es teóricamente así, al menos en los países democráticos como España, me decía Eulalio, no siempre se hace realidad en la práctica familiar, social, laboral o política. Sobre esta última, le recuerdo lo que ya nos advertía Napoleón: Bien analizada, la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos para adormecer, acallar, a sus gobernados. Y es que, como reza el título de esta columna, es una verdad irrefutable que todos hablamos por donde comemos.
En este marco, hasta qué punto es libre, pregunto, quien depende del dinero de su pareja para vivir; o el asalariado (o asalariada, pues tanto monta) que necesita el sueldo que le dan para sacar su familia adelante (ya saben, la alimentación, el vestido, transporte, hipoteca, educación de los hijos, ocio, impuestos); o el político (o la política) que, si quiere estar en la foto de rigor, otorga y vota lo que otros deciden; o aquella persona que ha de callar ante la idiotez o hipocresía de tantos, ante su estulticia, para no sentir sobre si misma, como mínimo, la dolorosa mordida del ostracismo y la soledad. ¡Ay, si nos fuera posible no tener que comer por donde hablamos, otro gallo nos cantaría!, exclama Eulalio, pues, en no pocas ocasiones, decir por la boca lo que se piensa, condena a no tener nada que llevarse a la boca.
Porque en esta sociedad actual amilanada, temerosa, atemorizada y domesticada que nuestros silencios han contribuido a diseñar, la mayoría de la gente más que decir lo que piensa, se piensa demasiado lo que dice, ya que primun vívere, porque lo primero es comer para vivir, y se come por donde se habla. Mejor dicho, en no pocas ocasiones se puede comer en función de lo que se habla. Y esto lo sabemos muchos y lo decimos pocos. Es lo que toca en esta sociedad enmoquetada por fuera, pero hipócrita y deshumanizada por dentro. Diga, lector, a quienes mandan lo que desean escuchar, no lo que merecen oír. De esta manera, tan sólo estará usted en desacuerdo consigo mismo.
Y es que el ser humano, subraya mi buen samaritano, cree sentirse más seguro cuanto menos habla, cuanto más escucha lo que quieren que oiga, que la supervivencia reside en la virtud de no hablar lo que no se debe. Piensa el ciudadano, dice Eulalio un tanto socarrón, que por algo tenemos una boca y disponemos de dos orejas, lo que ha dispuesto la naturaleza para que oigamos justo el doble de lo que hablamos, que del escuchar por los oídos procede la sabiduría, y del hablar el arrepentimiento. Por algo será, como digo, que el ciudadano piense así.
Junto a la pertinaz sabiduría de la naturaleza, disponemos, además, del más común de los sentidos, de ese sentido común esculpido por la experiencia de los hombres en nuestro refranero popular y que apoya los razonamientos anteriores. Recordemos aquellos refranes que vienen a cuento aquí, como por la boca muere el pez, en boca cerrada no entran moscas, o sólo somos dueños de nuestros silencios. Por algo será, como vengo diciendo. Y por si esto fuera poco, piense, lector, en la sentencia aristotélica: El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona. Esto es lo que debería hacer Eulalio, ser sabio y callar, pero me dice que no se puede aguantar, que no desea estar en deuda consigo mismo y que, por tanto, dice lo que piensa. ¡Qué le vamos a hacer! ¿Y usted, querido lector, se identifica con él, con Eulalio, o prefiere militar en la mayoría.